Su
olor personal se nota como más fuerzo aquí dentro, un perfume que evoca la
madera y me hace pensar en ir de
acampada. No he dormido en una tienda de campaña desde que era niño. Avanza a
grandes pasos hasta la ventana y se agacha un poco para asomarse y contemplar lo
de fuera. Hay en él una fuerza, una especie de virilidad latente, que hace
que se me seque la boca. Alaba las
vistas desde mi ventana. ¿Debería estar tan cerca de él? Miro fuera y veo un
cielo negro cuajado de estrellas. “En la capital ya no se ven las estrellas, no
me acordaba de este cielo, despejado, negro que queda después de que la lluvia
lo deje todo limpio y reluciente”, dijo a modo de excusa para poder acercarme y
ponerme a su lado.
“¿Cuánto
haces que vives en la ciudad…?”, me pregunta sin apartar la vista del hermoso
paisaje exterior, pero percibiendo mi presencia a su lado. Le respondo una
fecha que no corresponde con la realidad, que no corresponde a la verdadera
verdad.Se vuelve para mirarme, de modo que la mitad de su silueta queda bañada por la luna. En la penumbra, parece más corpulento que antes y más atractivo que nunca. El juego de luces y sombras acentúa sus rasgos afilados y poderosos.
Hablamos de cosas sin importancia, con ese punto de recelo y cuidado estudiado de no hacer la pregunta que desembocara hacia el siguiente paso, hacia una intimidad más personal. Aun sabiendo que será inevitable. Y lo inevitable sucede. Mi cuerpo se tensa de un modo perceptible. Se disculpa, a la vez me toca el brazo, intrépido, generoso. Yo me sorprendo o me turbo, no sé. No aparta los ojos de las estrellas y guarda silencio unos instantes que para se vuelven molestos sin saber cómo reaccionar, como volver a tomar el resuello de la conversación.
Una luz parpadeante se desplaza en el cielo sobre un telón de fondo de estrellas. Un avión. “Me subiría en él y me iría para poder llevar una vida de alegre sencillez”, susurra. Me mira en la oscuridad y la penumbra endurece sus facciones. Sus palabras resuenan en el aire sin respuesta, se me escapa un suspiro.
-Tengo miedo, hala, ya lo he dicho. Temo sonar desesperado…
-No suenas indeciso, no es lo mismo.
-Solo he venido a tomarme un descanso, un respiro. Estoy huyendo de… de los recuerdos.
-Aún estás enamorado de él.
-¿Lo estoy? El hijo de puta sigue despertando en mí emociones poderosas. Sigo sintiendo algo por él. Se mezclan sentimientos buenos y malos, pero sobre todo malos.
-Es natural que así sea. No podemos apartar a la gente de nuestras vidas y seguir adelante como si nada hubiese pasado.
-Ojala.
Todas las telarañas se hacen visibles de pronto. Así como el abarrotamiento, las sombras, la oscuridad.
-Me estoy adaptando a una nueva vida. No estoy seguro de lo que me espera no de quien seré. Después de quince años de relación.
-Te estas reinventando a ti mismo. Lo hacemos todo el tiempo, cada minuto de cada día. Puedes hacerlo, puedes desligarte de él.
Su voz vuelve a sonar grave y ronca.
-Yo también sufrí lo mío, en una ocasión. Pero saben lo que dicen: Que hay luz y oscuridad. Vida y muerte. Amor y dolor… Tienes que averiguar en qué fase te encuentras.
-Sí, pero no se cocinar. –Mis mismas palabras me arrancan una sonrisa.-
-¿Qué importancia tiene eso? Eres precioso, generoso y sincero. Ya cocinara alguien para ti. –Segundos de silencio.- Yo por ejemplo.
Mi siguiente frase se me queda atravesada en la garganta ¿Qué iba a decir? Noto cómo se me encienden las mejillas. ¿Por qué me cuesta tanto respirar cuando lo tengo tan cerca de mí?
-No debería contarte todo esto… Cuando estoy contigo tengo una sensación extraña. Es como si pudiera decir cualquier cosa, hacer cualquier cosa.
-Me gustas que seas tan franco. Me alegro que sea así.
Sin pensárselo dos veces me conduce a la cocina, y en una especie de danza, prepara un salteado de verduras. La estancia se llena de suaves vibraciones, como si no existiera nadie más que nosotros dos. Sirve la cena, me ruborizo, sin apartar la mirada de las humeantes y olorosas verduras que llenan mi plato. Empezamos a comer y empezamos hablar.
De repente, entre risas relajadas y aconsejadas, coge la silla, rodea la mesa y se sienta a mi lado. Y, antes de que pudiera impedírselo, se inclina hacia mí y me besa. Sus labios ejercen una presión firme, resulta, y me siento transporta a un mundo resplandeciente en el que todo mi ser anhela ser amado. Es algo tan intenso que se traduce en dolor, un dolor que me recorre el cuerpo, pero saco fuerzas de flaqueza para zafarme de su abrazo.
-No puedo hacerlo.
Aparto la silla de la mesa y me levanto. Noto un cosquilleo en los labios. Mi cuerpo se llena de luz, como si un universo de estrellas hubiese cobrado vida en mi interior.
-¿Por qué no? –entorna los ojos, el gesto sereno.
Todas y cada una de las moléculas de mi cuerpo está deseando ceder, pero no puedo hacerlo.
-No estoy… preparado.
-Puedo esperar.
-Quizá tengas que esperar toda la eternidad.
Me pongo al coraza interna, la de que no me vuelvan hacer daño. Hubo un tiempo en que también él me dejaba sin aliento.
-Quizá tenga toda la eternidad. –Replica, se levanta despacio y se dirige a la puerta de salida.
Me siento morir.
-Te acompaño, quiero que me comprendas. –mi voz suena implorada y suplicante.
-No hace falta, termina de cenar. Pero lo nuestro no ha hecho más que empezar…
-Necesito tiempo, nada más.
Mi corazón está cerrado a cal y canto. Se acerca y me da un beso en la frente, de la misma forma que se la da un beso a un pequeño niño indefenso.
-Tómate todo el tiempo que necesites. Pero recuerda: a veces tienes que lanzarte al vacío, arriesgarte, coger la vida a manos llenas, aunque solo sea por un día.
Y se va.
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