Miro
su cara. No solo le miro la cara, sino también dentro de él. Cada poro,
cada peca, cada pelo fino y tenue. Y luego las capas inferiores. La carne y los
huesos, la sangre y el cerebro, hasta la energía incognoscible que se agita en
su seno, la fuerza vital, el alma, la fuerza ardiente o la voluntad que le
convierte en algo más que carne, recorriendo todas las células y uniéndolas en
millones para formar su persona. ¿Quién es este chico? ¿Qué es? Lo es todo.
Su cuerpo contiene la historia de la
vida, recordada en forma de sustancia químicas. Su mente contiene la historia
del universo, recordada en forma de dolor, alegría y tristeza, odio y esperanza
y malos hábitos, cada pensamiento de Dios, pasado, presente y futuro, recordado
sentido y anhelado al mismo tiempo.
-¿Qué
nos queda? –suplica él, confundiéndome con sus ojos, los inmensos océanos de
sus iris-. ¿Qué nos queda?
Yo
no tengo una respuesta que darle. Pero le miro la cara, las pálidas mejillas,
los labios rojos rebosantes de vida y tiernos como los de un niño, y entiendo
que le amo. Y sí, él, lo es todo, tal vez eso baste como respuesta.
Atraigo su cara hacia mí y lo beso.
Aprieto
sus labios contra los míos. Tiro de su cuerpo contra el mío. Él me rodea el
cuello con los brazos y me aprieta fuerte. Nos besamos con los ojos abiertos,
mirando fijamente las pupilas del otro y las profundidades que contienen.
Nuestras lenguas se saborean, la saliva fluye, y él me muerde el labio, me
perfora la piel y chupa gotas de sangre. Noto que la muerte que llevo dentro
despierta, que la fuerza antivital emerge hacia las relucientes células de él
con intención de oscurecerlas. Pero cuando llega al umbral, la detengo. La
retengo y la controlo, y noto que él hace lo mismo. Sujetamos ese monstruo
rebelde entre nosotros de forma implacable, nos abalanzamos sobre él con
determinación y furia, y algo ocurre. Cambia. Se deforma y se retuerce y se
vuelve del revés. Se convierte en algo totalmente distinto. Algo nuevo.
Una
oleada de sufrimiento extático recorre todo mi ser, y nos separamos jadeando.
Noto en los ojos un profundo e intenso dolor. Miro los suyos y veo que sus iris
relucen. Las fibras se mueven, y su tono empieza a cambiar. El vivo azul
celeste pierde intensidad y se transforma en gris, luego titubea, vacila,
parpadea y vuelve a relucir como dorado. Una brillante solar que no he visto en
ningún ser humano. Cuando eso ocurre, mis senos nasales cobran vida con un
nuevo olor, algo similar a la energía vital de los seres vivos pero también es
mío.
Emana
de nosotros como una explosión de feromonas, tan fuerte que casi puedo verlo.
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