domingo, 5 de mayo de 2019

MATERNIDAD.


 

Que mi cuerpo sería un pastiche de agonías y placeres
declinados ya lo sabía mi madre mucho antes de que
yo fuera concebida.

En virtud de un principio económico que los hombres
desconocen, las madres lo saben todo y lo callan,
portando en su silencio en germen moléculas del desastre.

Apostadas ante las puertas, las madres rugen sus des-
gracias peregrinas. Prenden una hoguera con los restos
de las almas morosas de ,os hijos, con los nervios
que se tuercen como cables serrados y no ensamblan
ya la vida a la vida, sino a un adverbio roto que acompaña
a un verbo en fuga. Los hijos se van lejos, se van
deprisa, se van mal, se van detrás, se van tarde, se van
tanto; se van, tal vez, a un jardín de tallos altos y achatados
por la lluvia, bajo un cielo que rebaña husos de
nubes en forma de diablo.

Las madres aman en los hijos lo que hay de ellas en su
piel elástica, lo que se dibuja como un margen entre
las membranas de sus dedos. Como el camafeo que se
abre en dos y muestra el retrato de un muerto, como
una muñeca risa de incontables cavidades, como
alguien que pide la herencia de una sangre fútil, las
madres llaman a la carne su destino.

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