viernes, 24 de enero de 2020

UN MILAGRO PARA EL DESAYUNO.








A las seis en punto esperábamos el café,

el café y esas compasivas migas

que nos traerían desde algún balcón

como a reyes de antaño, o un milagro.

Aún estaba oscuro. Un pie de sol

se posó en una larga onda del río.



El ferry matinal cruzaba el río.

Por el frío, queríamos café

caliente, dado que la luz del sol

no iba a darnos abrigo; y que las migas

fueran pan, mantequilla, por milagro.

A las siete salió un hombre al balcón.



Estuvo un rato solo en el balcón

con la mirada fija sobre el río.

El criado le dio los ingredientes de un milagro,

una sencilla taza de café

y un panecillo que deshizo en migas,

su cabeza, digamos, entre las nubes, junto con el sol.



¿Estaba loco el hombre? Bajo el sol,

¿qué trataba de hacer, en el balcón?

Recibieron los hombres duras migas,

que algunos arrojaron desdeñosos al río,

y, en la taza, una gota del café.

Algunos nos quedamos, esperando el milagro.



Diré qué vi después; no fue un milagro.

Una hermosa mansión se alzaba al sol

y salía, caliente, de la puerta un aroma a café.

Al frente, en yeso blanco, un barroco balcón

de pájaros que anidan junto al río

—lo vi sin despegar el ojo de las migas—



y salas y recámaras de mármol. Mis migas,

mi mansión, fabricada por milagro

durante años, por insectos y aves, por el río

que erosiona la piedra. Cada día, en el sol,

me siento al desayuno en mi balcón

y con los pies en alto bebo mucho café.



Lamimos esas migas, tragamos el café.

Una ventana frente al río captó la luz del sol

como si el milagro ocurriera, pero en otro balcón.

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