sábado, 25 de marzo de 2023

PRIMAVERA.

 
 
Fuime cierta vez entre callejuelas, sobre el afilado
declive de los pequeños puentes, pasada la herrería
y oí el estruendo del yunque y el hierro,
y vi las chispas emanando en la crepuscular fragua,
y fuera hombres a caballo, murmurando.
Así me introduje a través de Inglaterra en abril, húmeda
y verde con sus exuberantes extensiones entre los sauces,
borboteando cerezas en los bosques, y pálida
con nubes de prendas femeninas por los setos,
hasta que llegué a una salida y abandoné el camino
pues los amables campos me tentaban junto a las granjas,
vagando por los campos bordador, cada uno
tan semejante a su prójimo, yendo a través de los claros,
pasando el manso ganado hasta las rodillas inmerso en el arroyo.
Y vagué somnolienta mientras los prados se adormecían
bajo el pálido y ancho cielo y las lentas nubes.
Y entonces alcancé un campo donde el primaveral césped,
era apagado por las copas colgantes de Blas azafranadas,
hinchadas y de apariencia lejana, flores de serpiente
con bufandas y un monótono púrpura, como muchachas egipcias,
acampando entre los tojos, manchando la basura
con colores peregrinos, malhumoradas, oscuras y exóticas,
peligrosas también, como cuando una chica furtiva se aproxima,
una muchacha egipcia, con antiguo y embriagador hechizo,
lanzando una red, suave alrededor de los miembros y el corazón,
captividad tersa y aborrecible, una red de malla pequeña,
—mira la cuadriculada red sobre la morada piel de la flor—
atrapando a su presa con sus morenos brazos desnudos.
Cerca de sus diminutos pechos bajo la seda,
una Judith gitana, bruja de una tienda raída,
y me alejé de los campos ingleses de lilas azafranadas
antes de que fuese demasiado tarde, antes de que olvidase
las cerezas blancas en el bosque, y las cuajadas nubes
y las avefrías gritando libres sobre el arado.
 

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