Hay
sueños que no mueren. Se empeñan
en
ser sueños.
Ajenos
a la comba de la esfera
y
a las operaciones de los astros,
trazan
su propia órbita inmutable
y,
en blindadas crisálidas, se protegen
del
orden temporal.
Por
eso es que perduran:
porque
eligen no ser.
Negándose
se afirman,
rehusando
se mantienen, como flores de cuarzo,
indestructibles,
puros, sin dejarse arrancar
de
su dormiente ínsula.
Intactos
en el tiempo,
son
inmunes a la devastación
que
en cada vuelta acecha, inhumana,
a
la pasión que exige y que devora,
a
la desobediencia y extravío
que
en los vagabundeos centellean.
Monedas
que el avaro recuenta sigiloso
nunca
salen del fondo del bolsillo.
No
ambicionan. No arriesgan. No conquistan.
No
pagarán el precio del fracaso,
la
experiencia, la determinación,
la
ebriedad o el placer.
Sólo
son impecables subterfugios.
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