lunes, 17 de abril de 2017

PASILLO EN PENUMBRA.





Amor mío:

Soy incapaz de expresar con palabras la impotencia que siento ante el infortunio que estás atravesando. Por eso, intento reflejar en papel mis sentimientos, para que cuando despiertes puedas leerme.
Desde que no era más que un crío, sólo parecía comunicarme con los demás a través del baile y la danza. El ritmo posee su propio lenguaje y me impulsa a crear una constante coreografía conmigo mismo, en la que fluyo como si fuera la corriente de un río que atraviesa recodos y no se arredra ante los obstáculos que va encontrando a lo largo de su cauce.
Sin embargo, al contemplarte exánime, con cables y tubos que horadan tu cuerpo en esta sobria habitación de hospital, las fuerzas me abandonan. Mis pies y manos se vuelven torpes y el dolor y la incomprensión me zarandean como si fuese un títere movido por el viento.
« ¿Por qué eres tan frío conmigo?», me solías preguntar en la intimidad.
Yo sé que hubieras preferido que te escribiera apasionadas cartas, en vez de conversar por el móvil cuando nos separábamos y debías irte al pueblo para estar con tu familia; o que te dijera algún que otro te quiero susurrado al oído, cuando nos entregábamos con caricias y abrazos a fundirnos en una sola piel y carne.
Yo te argumentaba que el amor se manifiesta día tras día con hechos, no con manidas fórmulas edulcoradas que carecen de sentido.
Conocerte fue lo mejor que me ha pasado en la vida. Llegaste a ella en el momento justo, cuando me encaminaba hacia la deriva y estaba perdido, nadando entre las olas de un mar de confusión. Contigo conocí esa calma que se respira después de la tempestad.
Ahora se extiende ante ti un laberíntico pasillo en penumbra y debes cruzarlo sin ayuda, aunque yo te esté prodigando mis cuidados y los tuyos no se despeguen ni un minuto de ti. Hasta tu padre se desvive por estar a tu lado… Así es, como lo estás escuchando, porque sé que me escuchas y que mi monólogo y estos escritos no caerán en el vacío.
Estoy convencido de que saldrás de ésta, que tu vigor enmascarado de fragilidad contribuirá a romper las cadenas con las que esta hipócrita sociedad aún nos doblega.
«Gabriel, cielo, céntrate…», me refería mi madre.
La pobre está curada de espantos. Yo la acallaba con un simple abrazo cada vez que pretendía sermonearme. He ido quemando tantas y tantas etapas de mi vida en las que el desenfreno era el único punto en común…
Mamá Carmela, la llamaban con cariño mis furtivos amantes cuando la veían en la cocina guisando, o adecentando el hogar.
Ella, que se enfrentaba a todo sola desde que tuve uso de razón, después de agotadoras jornadas de trabajo en una fábrica de embutidos, se encerraba en su cuarto. Encendía el televisor a todo volumen, mientras se ponía a tejer infatigable jerseys, bufandas o guantes de lana, a pesar de que fuese verano, para evitar pensar en el descerebrado de su hijo, que no hacía más que meterse en líos.
Ella, que se refugiaba en su particular universo de soledad con la intención de aislarse de los extraños y obscenos ruidos que se colaban procedentes del dormitorio contiguo…
Por eso, cuando te la presenté y tú le hablaste tan educado, con aquella dulzura y respeto, pensó que por fin yo había comenzado a sentar cabeza.
«Gabriel, yo te respeto aunque me cueste tanto comprenderte. Por eso te ruego que no hagas sufrir a este chico…».
Yo acababa de ser contratado como bailarín en la compañía del musical más aclamado del momento. Un sueño que había acariciado durante bastante tiempo y que ya pensaba que no se haría realidad. Mi primer empleo en mayúsculas que lucho por conservar, que reemplazaba a eventuales trabajos en locales de dudosa reputación.
Muchas veces me preguntaste cual fue el verdadero motivo por el que me sentí atraído hacia ti, si somos la noche y el día, nunca mejor dicho. No sabía qué responderte…
Jamás has conocido un gimnasio, con la finalidad de esculpir a base de entrenamiento la blandura de tu abdomen. Tampoco te han sorprendido las primeras luces del alba en una discoteca, ni has tenido relaciones amorosas pasajeras (no hizo falta que me confesaras que yo era el único hombre en tu vida). Si hasta temblaste la primera vez que mis labios exploraron los tuyos…
Entonces, ¿por qué sacudiste los cimientos de mi ser? No fue por tu físico, pues no eres en absoluto mi prototipo (perdona que te lo diga con franqueza); ni tampoco por tu rostro, que conserva impreso la ingenuidad de la niñez. Lo que me atrajo de ti fue tu madurez, Mario, y esa sensibilidad que siempre me has demostrado, que era capaz de frenar la impulsividad de mi conducta. Se me rompía el alma cuando acudías a mí desvalido, buscando el calor de mis caricias, cuando la incomprensión de los demás te hería.
No me hubiera fijado en ti si una mañana no hubiésemos coincidido en el autobús urbano. La víspera habías acudido a ver el musical. Me habías reconocido sin asomo de duda entre el elenco de actores y bailarines, y eso que el maquillaje casi ocultaba mis rasgos faciales. Yo me dirigía a uno de los ensayos y tú a la facultad de Derecho, donde estudias el último curso de la licenciatura. El trayecto se nos hizo breve. Ni siquiera nos intercambiamos las direcciones o los números de teléfono. Eso sucedió unas tres semanas más tarde, cuando nos sinceramos el uno con el otro…
Yo te confesé que jamás había sentido algo parecido al amor con ninguno de los hombres con los que llegué a acostarme. Lo hacía por dinero. Albergaba el oscuro temor de quedar atrapado en una espiral de drogas y sexo desenfrenado.
Tú me escuchaste sin escandalizarte ni ensombrecer el semblante. Me hablaste de tu madre, Teresa, empleada de una fábrica textil, y de tu padre, Antonio, constructor. Me comentaste que ambos notaban los efectos de la crisis. Tu madre pensaba que la plantilla se reduciría en la próxima reunión directiva, puesto que se había incorporado nueva maquinaria, y tu padre veía tambalearse su futuro laboral por la escasez de nuevas obras. Él quiso desde que fuiste pequeño que estudiaras una carrera y que su apellido se perpetuara con la descendencia que tuvieses. Por eso irradió de felicidad cuando decidiste adquirir una formación universitaria y matricularte en Derecho. Tus hermanas, Anabel y Ángela, apenas finalizaron el instituto encontraron trabajo como limpiadoras en colegios y se casaron muy jóvenes.
No obstante, detrás de esa idílica fachada de familia convencional, los miedos te consumían. A tu madre y hermanas les costó asumir tu homosexualidad, aunque no les sorprendió cuando les hablaste de mí. En cambio, tu padre no quiso aceptarlo. Anabel y Ángela son bastante mayores que tú, doce y once años, si mal no recuerdo, de ahí que tu padre se volcara con su benjamín, el varón de la casa. Para él fue una ofensa tu orientación sexual. Una burla a sus principios.
«Me avergüenzo de Mario», le decía airado, «no quiero que esté en casa».
Y Teresa lloraba, tratando de apaciguarlo:
«Es su último año de carrera, Antonio. Él tiene que hacer su vida y procurar alcanzar su felicidad…».
Escuchabas los insultos de tu padre y los intentos de tu madre por hacerle entrar en razón. En más de una ocasión, a solas, ella te pidió que le enseñaras fotografías mías, con la intención de saber de mí.
Despierta, Mario…
Sal de esa nebulosa que te tiene amordazado.
Quienes te agredieron están fichados por la policía y tu padre luchará para que el peso de la ley recaiga sobre ellos. Él te quiere, ya lo ha demostrado con creces, te lo puedo asegurar.
Hace seis días que una pareja de cabezas rapadas nos sorprendieron a la salida del cine. Era la primera vez que te atrevías a tomarme de la mano en la calle porque te habías cansado de tantos prejuicios, de ocultarte a los ojos de los demás como si estuvieras cometiendo un delito. Ellos surgieron de la nada, como si hubieran estado acechando a una indefensa presa con la que poder recrearse. Apenas pude protegerte. Una voz alertando a la policía me sacó del ensimismamiento. Mi nariz sangraba, igual que el corte que me hicieron en la mejilla derecha, pero no sentía nada. Conseguí reaccionar al descubrirte en la acera, magullado, con la respiración entrecortada y la mirada perdida. Luces. Sonido de sirenas. Unas manos que me apartaban de ti, y la ambulancia que nos conducía al hospital más cercano. Alguien llamó a tus padres al pueblo, sacándoles de la placidez del sueño. Conocí a tu familia…
Despierta, Mario…
Cada vez que abres los ojos en mero acto reflejo, pienso que nos observas con detenimiento.
Tu padre me abrazó nada más verme. Sus silencios hablaron, tanto o más que los de tu madre y hermanas.
Te prometo que todo será distinto cuando salgas del coma, confía en mí.
No tengas miedo…
Sólo debes alcanzar la luz que la inconsciencia, que ese pasillo en penumbra en el que se ha convertido tu vida, te impide rozar.
Yo estaré aquí, a tu lado, para enseñarte a empezar de cero, si es preciso.
Seré tu amigo, amante, maestro…
Seré tu voz. La voz que quisieron acallar. La voz que necesita ser oída para que las sombras no te vuelvan a devorar.
Te quiero, Mario, te quiero.
No tienes ni idea de cuánto te quiero…

Siempre tuyo,

Gabriel.

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