Para
traspasar las hojas,
la
luz se pone de lado.
Se
despereza el aroma
y
hay un sopor que, despacio,
deshilachan
las zumbonas
avispas
del emparrado.
La
paz del jardín se esparce
por
el brillo del acanto
y
la tarde se inaugura
al
regarse el empedrado.
Hay
rincones invisibles
con
amores encalados
y
persianas donde crece
la
penumbra del verano.
El
mirador se remira
en
los reflejos más altos.
Alguna
risa que llega
por
el silencio rampando
y
el agua, dueña y señora
por
fuentes y por regatos.
El
aire tiene un desgaire
de
mimbre desangelado.
El
arrayán cuadricula
la
dicha de estar mirando.
Desde
los poyetes, rastras
en
macetas de geráneos
cuelgan
hasta el arriate
buscando
su olor mojado.
El
silencio se despierta
picoteado
de pájaros.
Las
glicinias se retuercen
sobre
sus pomos morados
y
son de azulejo y frío
los
zócalos y los bancos.
El
chirrido del portón
anuncia
el rito diario.
Las
sillas, de recia anea.
El
vino, de mano en mano.
La
amistad, como beberse
la
tarde de un solo trago.
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