Juan
amaba pescar, lo había hecho desde que tenía memoria. Había aprendido con su
padre y ahora él lo hacía con hijo pequeño hijo. Juan, a pesar de su juventud,
era un hombre sabio, sencillo, tranquilo. Amaba las cosas pequeñas de la vida y
por sobre todo a su hijo.
Había
repetido el hermoso rito que había tenido con su padre y no bien el niño tuvo
edad de subir al bote, le enseñó a pescar.
Nadie
entendía bien qué encanto le encontraba Juan a esa actividad, no sería
precisamente la cantidad de peces que pescaba porque tampoco eran muchos. Tal
vez Juan no fuese un buen pescador o tal vez sí.
Juan
amaba sentarse en su bote, entendía al río y cuando él no le ofrecía una buena
pesca, no se ofendía. Cuando pescaba se sentía en paz, disfrutaba de esa
espera, de ese silencio, del no saber si el anzuelo arrojado al agua traería
consigo la comida de esa noche. El joven hombre disfrutaba en sí el hecho de
pescar, más allá de lo que obtuviese con la pesca.
Cuando
pudo llevar consigo a su hijo, la felicidad fue aún mayor. Ambos se sentaban en
el bote, cada uno con su caña y casi no hablaban, pero no hacía falta. Estaban
juntos, los dos cobijados en el bote, con el cielo y el río de testigo, Juan no
podía pedir más.
Una
tarde todo cambió. Mientras Juan y su hijo pescaban, una sorpresiva tormenta
volvió al río impiadoso. El viento se sentía como un látigo, la lluvia caía sin
cesar y el bote se dio vuelta.
Fueron
vanos los esfuerzos de Juan por salvar al pequeño, quien se ahogó sin remedio.
Juan
se había quedado solo con esa soledad que deja la ausencia de un hijo y que se
no parece a ninguna otra y menos aún puede describirse.
Jamás
volvió a pescar. No le preguntaba al río por qué se había llevado lo que más
amaba, sabía que la respuesta solo la tenía Dios y algún día sabría el por qué.
Guardó
su caña, la de su hijo y siguió con su vida, como pudo, como supo, porque había
que seguir.
Juan
extrañaba tanto y de un modo tan intenso y doloroso a su hijo que lo buscaba en
aquellas pequeñas cosas que ambos habían amado, como si alguna de ellas pudiese
traerlo de vuelta.
Dolía
extrañarlo de esa forma. Juan sufría en silencio, no había consuelo para él.
Pensaba no solo en su hijo, sino también en el río, en el bote, en las cañas,
en esos maravillosos momentos compartidos con su pequeño.
Una
tarde, haciendo orden en su casa, encontró las cañas. Las tomó, las acarició y
añoró infinitamente pescar con su hijo.
Como
si alguien le hubiese soplado al oído qué hacer, Juan dejó su caña a mano, no
la volvió a guardar y cuando anocheció supo qué tenía que hacer exactamente.
Subió
al techo de su casa, se sentó en la chimenea con la caña en la mano y se puso a
pescar. No, no había enloquecido. Esta vez Juan no colocó anzuelo, el hilo de
la caña debía poder moverse libre con el viento.
Juan
se sentó a mirar el cielo y decidió que pescaría una estrella, aquella donde su
hijo sin dudas lo estaría cuidando.
Comenzó
a pasar todas las noches subido al techo, bajo una luna que lo miraba
amorosamente, con una caña que se movía con la brisa caprichosa y señalaba
distintas estrellas.
Y
empezó a sentirse en paz, el dolor jamás se iría, pero supo -con el corazón- que
había descubierto cómo encontrarse nuevamente con su hijo.
Mientras
contemplaba el cielo en silencio, sentía junto a él la presencia del pequeño,
sabía que sus almas se unían en ese maravilloso y simple acto de pescar. La
muerte le había arrancado la presencia física de su hijo, pero no así la de su
alma colmada de amor.
Y
fue así, que noche a noche, Juan subía al techo con su caña y pescaba
estrellas, porque en alguna estaría su pequeño y en esa, justo en ese lugar,
algún día se encontrarían para no separarse más.
AUTORA: Liana Castello.
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