En
el pupitre de siempre, se sentó. Sacó el último folio con los apuntes y algunos más en blanco y se puso a esperar a
que el profesor de matemáticas llegara al aula e iniciase la clase.
Con la frente apoyada en la mano izquierda, y
con el bolígrafo en la mano derecha,
mataba el tiempo garabateando algunos
dibujos en el margen del folio: una flor, un barquito, una silueta...
Apartó los apuntes a un lado cogió su lápiz
y en una hoja en blanco soltó su mano con toda la destreza que llevaba
dentro, que era mucha, y se lanzó de lleno a dibujar.
Unas líneas guían para empezar, unos trazos por aquí y otros por allá, fueron perfilando lo que estaba destinado a ser un retrato. Con un juego de sombras, definió el cabello cano, recogido en un moño; los ojos vivaces que seguían derrochando vitalidad y la sonrisa permanente que tenía siempre su querida abuela... Su abuela, su querida abuela había despertado en ella el interés por la pintura a una edad muy temprana. Cada tarde, después del colegio, lo que más le gustaba era merendar el chocolate caliente con bizcochos que su abuela preparaba y el dibujo que juntas realizaban.
Reparó
un momento en una voz de fondo que hablaba de ángulos, senos y cosenos y
levantó la vista de su pupitre. La clase había comenzado hacía rato, a juzgar por lo escrita que ya estaba la
pizarra. Guardó rápidamente el bosquejo que tenía entre las manos y se puso a
atender la lección. No sabía cuánto tiempo había pasado sin prestar atención.
Seguro que buena parte de la hora que duraba la clase, pero tuvo la sensación
de que el segundero del reloj apenas se
movió.
No hay comentarios:
Publicar un comentario