Es
este aquel que amabas.
A
este rostro falaz que burla su modelo en la leyenda,
a
estos ojos innobles que miden la ventaja de haber volcado a ciegas tu destino,
a
estas manos mezquinas que apuestan a pura tierra su ganancia,
consagraste
los años del pesar y de la espera.
Ésta
es la imagen real que provocó los bellos espejismos de la ausencia:
corredores
sedosos encandilados por la repetición del eco,
por
las sucesivas efigies del error;
desvanes
hasta el cielo, subsuelos hacia el recuperado paraíso,
cuartos
a la deriva, cuartos como de plumas y diamante
en
los que te probabas cada noche los soles y las lluvias de tu siempre jamás,
mientras
él sonreía, extrañamente inmóvil, absorto en el abrazo de la perduración.
Él
estaba en lo alto de cualquier escalera,
él
salía por todas las ventanas para el vuelo nupcial,
él
te llamaba por tu verdadero nombre.
Construcciones
en vilo,
sostenidas
apenas por el temblor de un beso en la memoria,
por
esas vibraciones con que vuelve un adiós;
cárceles
de la dicha, cárceles insensatas que el mismo Piranesi envidiaría.
Basta
un soplo de arena, un encuentro de lazos desatados,
una
palabra fría como la lija y la sospecha,
y
esa urdimbre de lámpara y vapor se desmorona con un crujido de alas,
se
disuelve como templo de miel, como pirámide de nieve.
Dulzuras
para moscas, ruinas para el enjambre de la profanación.
Querrías
incendiar los fantasiosos depósitos de ayer,
romper
las maquinarias con que fraguó el recuerdo las trampas para hoy,
el
inútil y pérfido disfraz para mañana.
O
querrías más bien no haber mirado nunca el alevoso rostro,
no
haber visto jamás al que no fue.
Porque
sabes que al final de los últimos fulgores, de las últimas nieblas,
habrá
de desplegarse, voraz como una plaga, otra vez todavía,
la
inevitable cinta de toda tu existencia.
Él
pasará otra vez en esa ráfaga de veloces visiones, de días migratorios;
él,
con su rostro de antaño, con tu historia inconclusa,
con
el amor saqueado bajo la insoportable piel de la mentira, bajo esta quemadura.