No
importa qué había a su alrededor; no importa
qué
quería decir la ventisca en sus largos aullidos,
si
estaban hacinados en la casa de los pastores,
o
si no tenían otro lugar en el mundo.
Primero,
estuvieron juntos. Segundo,
lo
más importante, eran tres. Y a partir de
aquel instante
todo
lo que se creaba, se regalaba, o se cocía
por
lo menos entre tres se repartía.
El
cielo helado sobre improvisado techo
como
un adulto que se inclina sobre un pequeño,
fulgía
con la estrella, que ya nunca
escaparía
a la mirada del niño.
La
hoguera ardía, pero la leña se acababa.
Todos
dormían. La estrella destacaba entre las demás,
no
por su resplandor, quizá excesivo, sino porque unía
al
que estaba lejos con el más cercano.