Mostrando entradas con la etiqueta Elizabeth Bishop. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Elizabeth Bishop. Mostrar todas las entradas

domingo, 27 de febrero de 2022

LAS MONTAÑAS.

 
 
Por la tarde, algo detrás de mí.
Me sobresalto durante un segundo, palidezco,
tambaleante me detengo, y ardo.
No sé mi edad.
 
Por la mañana es distinto.
Un libro abierto me confronta,
demasiado cerca para leerlo cómodamente.
Dime cuántos años tengo.
 
Después el tema de los valles,
neblinas impenetrables
como algodón en mis oídos.
No sé mi edad.
 
No es mi intención quejarme.
Dicen que la culpa es mía.
Nadie me dice nada.
Dime cuántos años tengo.
 
Las demarcaciones más profundas
pueden extenderse y disiparse
como cualquier tatuaje azul.
No sé mi edad.
 
Caen las sombras, asciende la luz.
Luces que escalan, ¡oh niños!,
y nunca están lo suficiente.
Dime cuántos años tengo.
 
Alas de piedra se han cernido aquí,
plumas endureciendo las plumas.
Las garras se han perdido en algún lugar.
No sé mi edad.
 
Me estoy quedando sorda. No se oye
el llamado de los pájaros. Las cataratas
descienden turbias. ¿Cuál es mi edad?
Dime cuántos años tengo.
 
Deja que la luna se distienda,
que las estrellas vuelen sus cometas.
Quiero saber mi edad.
Dime cuántos años tengo.
 
 

domingo, 20 de septiembre de 2020

UN ARTE.




Qué fácil es el arte de la pérdida.
Tantas cosas parecen empeñadas
en perderse que ya no hay más tragedia.

Pierde algo cada día. En calma acepta
llaves perdidas, horas malgastadas.
Qué fácil es el arte de la pérdida.

Luego ensaya perder más, con presteza:
sitios, nombres, y a dónde te llevaba
tu viaje. No será mayor tragedia.

Perdí el reloj de mi mamá… ¡Y observa!
se fue la última casa que adoraba.
Qué fácil es el arte de la pérdida.

Perdí un par de ciudades tan espléndidas…
tierras, dos ríos, reinos que guardaba.
Los extraño, aunque no fue una tragedia.

—Aun si te pierdo (grácil voz, manera
que amo), no habré mentido. Hablo confiada:
Qué fácil es el arte de la pérdida
aunque parezca (¡Escríbelo!) tragedia.

viernes, 24 de enero de 2020

UN MILAGRO PARA EL DESAYUNO.








A las seis en punto esperábamos el café,

el café y esas compasivas migas

que nos traerían desde algún balcón

como a reyes de antaño, o un milagro.

Aún estaba oscuro. Un pie de sol

se posó en una larga onda del río.



El ferry matinal cruzaba el río.

Por el frío, queríamos café

caliente, dado que la luz del sol

no iba a darnos abrigo; y que las migas

fueran pan, mantequilla, por milagro.

A las siete salió un hombre al balcón.



Estuvo un rato solo en el balcón

con la mirada fija sobre el río.

El criado le dio los ingredientes de un milagro,

una sencilla taza de café

y un panecillo que deshizo en migas,

su cabeza, digamos, entre las nubes, junto con el sol.



¿Estaba loco el hombre? Bajo el sol,

¿qué trataba de hacer, en el balcón?

Recibieron los hombres duras migas,

que algunos arrojaron desdeñosos al río,

y, en la taza, una gota del café.

Algunos nos quedamos, esperando el milagro.



Diré qué vi después; no fue un milagro.

Una hermosa mansión se alzaba al sol

y salía, caliente, de la puerta un aroma a café.

Al frente, en yeso blanco, un barroco balcón

de pájaros que anidan junto al río

—lo vi sin despegar el ojo de las migas—



y salas y recámaras de mármol. Mis migas,

mi mansión, fabricada por milagro

durante años, por insectos y aves, por el río

que erosiona la piedra. Cada día, en el sol,

me siento al desayuno en mi balcón

y con los pies en alto bebo mucho café.



Lamimos esas migas, tragamos el café.

Una ventana frente al río captó la luz del sol

como si el milagro ocurriera, pero en otro balcón.