A
las seis en punto esperábamos el café,
el
café y esas compasivas migas
que
nos traerían desde algún balcón
como
a reyes de antaño, o un milagro.
Aún
estaba oscuro. Un pie de sol
se
posó en una larga onda del río.
El
ferry matinal cruzaba el río.
Por
el frío, queríamos café
caliente,
dado que la luz del sol
no
iba a darnos abrigo; y que las migas
fueran
pan, mantequilla, por milagro.
A
las siete salió un hombre al balcón.
Estuvo
un rato solo en el balcón
con
la mirada fija sobre el río.
El
criado le dio los ingredientes de un milagro,
una
sencilla taza de café
y
un panecillo que deshizo en migas,
su
cabeza, digamos, entre las nubes, junto con el sol.
¿Estaba
loco el hombre? Bajo el sol,
¿qué
trataba de hacer, en el balcón?
Recibieron
los hombres duras migas,
que
algunos arrojaron desdeñosos al río,
y,
en la taza, una gota del café.
Algunos
nos quedamos, esperando el milagro.
Diré
qué vi después; no fue un milagro.
Una
hermosa mansión se alzaba al sol
y
salía, caliente, de la puerta un aroma a café.
Al
frente, en yeso blanco, un barroco balcón
de
pájaros que anidan junto al río
—lo
vi sin despegar el ojo de las migas—
y
salas y recámaras de mármol. Mis migas,
mi
mansión, fabricada por milagro
durante
años, por insectos y aves, por el río
que
erosiona la piedra. Cada día, en el sol,
me
siento al desayuno en mi balcón
y
con los pies en alto bebo mucho café.
Lamimos
esas migas, tragamos el café.
Una
ventana frente al río captó la luz del sol
como
si el milagro ocurriera, pero en otro balcón.
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