Mis
ojos
viven
despegados de todo mi cuerpo,
habitan
en otro lugar que ya no existe,
se
alimentan de bucles de recuerdos
que
se asemejan a los rizos de tu pelo
y
adivinan el pasado.
Puedes
ver en ellos
dos
décadas de otoños calientes.
Puedes
tocarlos
y
congelarte las espinas.
Puedes
escucharlos
y
leer un siglo de tristezas absurdas.
Puedes
olerlos
y
viajar en el tiempo.
Ahora
están en pause:
desde
que te ven olvidarme
hablan
en un idioma extinto,
lloran
sal
como
si hubieran fracasado al traerte a mis orillas,
caminan
heridos
como
un animal golpeado y abandonado
en
una estación de paso
sin
coordenadas,
giran
y giran y giran
por
si en una de esas vueltas
te
pierden de vista.
Mis
párpados están más abiertos que nunca
y
mis pupilas son dos puntos finales:
el
que quisiste poner el primer día
y
el que pusiste el último.
Pero
mis ojos
son
también dos tristes idiotas.
No
se dan cuenta
de
que no eres tú la que tienes que marcharte
para
que ellos te dejen de ver.
Son
ellos
los
que tienen que dejar de mirarte
para
conseguir no verte más.
Pero
los cabrones cada día
de
lluvia
me
dicen lo mismo:
cualquier
tiempo pasado fue mejor.
Y
se vuelven a ir
a
ese lugar
que
ya no existe.
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