Déjame
invocarte, dios de la diversidad seductora,
a
la que tantos se refieren con el nombre de “vicio”.
Déjame
ofrendarte esta pobre corona, y sé me otro día
(pues
te agradezco) propicio al menos como anoche.
Envuélveme
en una atmósfera de músicas y sombra,
y
rodéame de tantos cuerpos bellos, en los que pone
juventud
todas sus flores; los ojos indonesios, el mar
mineral
de una mirada, los torsos deliciosos,
las
ajustadas piernas, el pecho portentoso y lineal,
la
piel de oro por la que navegaran tantos bajeles
griegos.
O esas otras oscuras, rozadas de amuletos,
en
las que brilla el jaspe sobre un rubio desierto.
Rodéame
de palabras y tactos, de humedad
y
perfumes terrenales, y que adivine yo que hay
lechos
preparados. Envuélveme en tanto tropel de
seducciones,
sé me propicio de nuevo, y no te importe
que
sea mucho el deseo y me veas arder, y me
coma
la llama. Rodéame en belleza, como un manto,
y
muera, si es preciso, en el beso más oscuro de tus labios.
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