Érase
una vez una tintorería de sombras. La gente iba a dejar allí su sombra para que
la limpiasen. Pero había algunos que de olvidaban de ella, los meses
transcurrían y esta sombras pasaban a un gran almacén. Todas ellas se guardaban
en un almacén al que daba miedo asomarse porque estas sombras abandonadas
gemían de dolor. No soportaban no tener un cuerpo al que seguir. Sus gemidos
eran muy pequeños, como cuando chirría una puerta, porque las sombras tienen
muy poca vida. Su tú abandonas una sombra sobre una cama, no se puede levantar
por sí misma, no tiene fuerzas suficientes. Y tampoco tiene fuerzas para
llorar, aunque sí pueden gemir un poquito. Había un chico, empleado de esa
tintorería, que a veces bajaba al almacén de sombras abandonadas para escuchar
sus lamentos, lo que producía a la vez miedo y lástima, disgusto y placer. Este
chico se enamoró de la sombra de una chica. Era un sombra bellísima,
que llevaba una falda con mucho vuelo y una melena tan larga como la cualquier
chica, que se partía al moverse haciendo dibujos como de tinta sobre la pared.
A veces, el chico tomaba en sus brazos
aquella sombra y bailaba con ella o la besaba. Pero la sombra no era feliz del
mismo modo que no puede ser feliz una mano separada de su cuerpo. Entonces, el
muchacho buscó la ficha de la persona que había llevado la sombra al tinte y
averiguó dónde vivía la niña. Un día al salir del trabajo, fue a aquella
dirección y llamó a la puerta. Abrió una señora de luto. “Soy del tinte”, dijo,
“mi jefe dice que ustedes no han recogido una sombra que ya está limpia. Es una
sombra de chica, con melena, y una falda con mucho vuelo”. La mujer dejo
escapar un sollozo y dijo que era la sombra de su hija, que había muerto, por
eso no la había recogido. “Hagan lo que quieran con ella”, añadió antes de
cerrar la puerta.
El
muchacho volvió a la tienda, que ya estaba cerrada, y entró en ella por una
ventana. Luego encendió una vela y bajó al almacén. Como ya era de noche y
había mucho silencio, antes de abrir la puerta escuchó los “ayes” lastimeros de
las sombras.
Eran
suspiros muy pequeños, pero muy hondos; aquellos lamentos diminutos le ponían a
uno la piel de gallina. Estuvo a punto de darse la vuelta, de no entrar, pero
finalmente, haciendo acopio de valor, empujó la puerta y se abrió paso entre
las frías sombras, que le acariciaban débilmente, como con manos de gelatina
negra, hasta llegar adonde se encontraba la sombra de la niña. La tomó en sus
brazos y ella se dejó hacer como un cuerpo desmayado. Luego alcanzó la calle y se
deslizó en medio de la noche sigilosamente, con la idea de ir al cementerio, buscar
la tumba de la niña y dejar que su sombra se deslizara por alguna rendija del
sepulcro, para que descansara junto al cuerpo. Las farolas de las calles
desiertas proyectaban la sombra del muchacho contra las paredes de los
edificios. Entonces ocurrió algo sorprendente y es que la sombra de al chico se
liberó de los brazos del chico y buscó los de su sombra. El muchacho,
sobrecogido por aquella iniciativa, se detuvo y vio, estupefacto, cómo su
sombra y la de la niña se besaban apasionadamente sobre la pared de un edificio
y cómo, fundiéndose en un abrazo, se convertían en una sombra única.
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