jueves, 22 de noviembre de 2012

LA SOMBRA.



Érase una vez una tintorería de sombras. La gente iba a dejar allí su sombra para que la limpiasen. Pero había algunos que de olvidaban de ella, los meses transcurrían y esta sombras pasaban a un gran almacén. Todas ellas se guardaban en un almacén al que daba miedo asomarse porque estas sombras abandonadas gemían de dolor. No soportaban no tener un cuerpo al que seguir. Sus gemidos eran muy pequeños, como cuando chirría una puerta, porque las sombras tienen muy poca vida. Su tú abandonas una sombra sobre una cama, no se puede levantar por sí misma, no tiene fuerzas suficientes. Y tampoco tiene fuerzas para llorar, aunque sí pueden gemir un poquito. Había un chico, empleado de esa tintorería, que a veces bajaba al almacén de sombras abandonadas para escuchar sus lamentos, lo que producía a la vez miedo y lástima, disgusto y placer. Este chico se enamoró de la sombra de una chica. Era un sombra bellísima, que llevaba una falda con mucho vuelo y una melena tan larga como la cualquier chica, que se partía al moverse haciendo dibujos como de tinta sobre la pared.
 
 
A veces, el  chico tomaba en sus brazos aquella sombra y bailaba con ella o la besaba. Pero la sombra no era feliz del mismo modo que no puede ser feliz una mano separada de su cuerpo. Entonces, el muchacho buscó la ficha de la persona que había llevado la sombra al tinte y averiguó dónde vivía la niña. Un día al salir del trabajo, fue a aquella dirección y llamó a la puerta. Abrió una señora de luto. “Soy del tinte”, dijo, “mi jefe dice que ustedes no han recogido una sombra que ya está limpia. Es una sombra de chica, con melena, y una falda con mucho vuelo”. La mujer dejo escapar un sollozo y dijo que era la sombra de su hija, que había muerto, por eso no la había recogido. “Hagan lo que quieran con ella”, añadió antes de cerrar la puerta.

El muchacho volvió a la tienda, que ya estaba cerrada, y entró en ella por una ventana. Luego encendió una vela y bajó al almacén. Como ya era de noche y había mucho silencio, antes de abrir la puerta escuchó los “ayes” lastimeros de las sombras.

Eran suspiros muy pequeños, pero muy hondos; aquellos lamentos diminutos le ponían a uno la piel de gallina. Estuvo a punto de darse la vuelta, de no entrar, pero finalmente, haciendo acopio de valor, empujó la puerta y se abrió paso entre las frías sombras, que le acariciaban débilmente, como con manos de gelatina negra, hasta llegar adonde se encontraba la sombra de la niña. La tomó en sus brazos y ella se dejó hacer como un cuerpo desmayado. Luego alcanzó la calle y se deslizó en medio de la noche sigilosamente, con la idea de ir al cementerio, buscar la tumba de la niña y dejar que su sombra se deslizara por alguna rendija del sepulcro, para que descansara junto al cuerpo. Las farolas de las calles desiertas proyectaban la sombra del muchacho contra las paredes de los edificios. Entonces ocurrió algo sorprendente y es que la sombra de al chico se liberó de los brazos del chico y buscó los de su sombra. El muchacho, sobrecogido por aquella iniciativa, se detuvo y vio, estupefacto, cómo su sombra y la de la niña se besaban apasionadamente sobre la pared de un edificio y cómo, fundiéndose en un abrazo, se convertían en una sombra única.


No hay comentarios:

Publicar un comentario