Larisa había nacido en septiembre, la madrugada en que el verano y el otoño se
daban la mano. Por eso, por ser una niña a medio camino entre el sol y la
lluvia, Larisa era alegre y resplandeciente, pero también pensativa, nostálgica
y a veces un poco llorona.
A Larisa le gustaba tostarse al sol y pasear bajo la lluvia. Le gustaban los helados y las sopas calientes, las mantas a cuadros y los bañadores de volantes. El calor y el frío. El verano y el otoño. Septiembre.
Por eso, el año que Larisa cumplió 8 años recibió un regalo muy especial. No creáis que se lo hizo Mamá, ni Papá, sino el viejo vecino del primero. Se trataba de una bola de cristal con una ciudad en miniatura dentro.
- La ciudad que hay dentro es la nuestra. ¡Agítala!
Y al hacerlo, Larisa observó sorprendida como la ciudad no se llenaba de nieve sino de una lluvia de hojas de colores.
- ¡Es preciosa! Muchas gracias.
- No es solo preciosa. También es mágica.
- ¿Mágica?
- Claro. Es la bola de los cambios de estaciones. Solo alguien que haya nacido entre una estación y otra puede tenerla.
- ¿Y qué puedo hacer con ella? – preguntó con incredulidad Larisa.
- Utilizarla con inteligencia. Cada vez que agites tres veces seguidas esta bola, cambiará la estación.
- ¡Eso es imposible!
- ¿No me crees? Hazlo.
Larisa agitó tres veces la bola y observó maravillada como las pequeñas hojas de colores cubrían la ciudad en miniatura. De repente un fuerte estruendo la asustó.
- ¿Qué ha sido eso?
- Una tormenta. Va a empezar a llover.
- Pero si hacía un sol impresionante. ¿Cómo es posible?
- Porque has agitado tres veces la bola mágica.
Larisa miró con sorpresa al anciano. ¿Sería cierto o habría sido una simple casualidad?
- Tienes que creerme. Esta bola controla las estaciones y ahora tú eres su guardián.
- ¿Yo? Pero si solo soy una niña…
- Pero solo las personas que nacen entre estaciones pueden tenerla. Yo nací entre el invierno y la primavera y tú entre el verano y el otoño.
- Y ¿qué tengo que hacer?
- Agitarla tres veces los días que cambian las estaciones…
- ¿Y si me equivoco?
- No lo harás. Eres una niña lista. Lo harás bien.
- Pero, ¿por qué no puedes seguir haciéndolo tú?
El anciano miró con ternura a la niña. Tenía los pies hinchados, las manos arrugadas y unos ojos grises como un día de invierno. Sin embargo su sonrisa era tan bella como la primavera.
- Yo ya no puedo hacerlo. Cada vez soy más viejo, se me olvidan las cosas. Este año no recordaba donde la había puesto y por mi culpa el verano entró tres semanas más tarde.
Al oír aquello, Larisa comprendió que el anciano decía la verdad: aquel verano no había empezado a hacer calor hasta mediados de julio y todo el mundo estaba extrañadísimo.
- Está bien. Yo guardaré la bola mágica. Solo la agitaré tres veces cuando cambien las estaciones.
Y así lo hizo. Cada tres meses, en todos los cambios de estaciones, Larisa cogía su bola mágica y la agitaba tres veces. Entonces, contemplaba emocionada como el cielo cambiaba de color y daba paso a una nueva estación. Del otoño al invierno, del invierno a la primavera, de la primavera al verano, del verano al otoño y vuelta a empezar. Un año. Y otro. Y otro. Y otro…
Las estaciones fueron pasando y Larisa se acabó convirtiendo en una anciana despistada a la que poco a poco se le iban apagando los recuerdos. Primero olvidó dar de comer a su gato, y el pobre tuvo que buscarse otra dueña. Luego se olvidó de pagar los recibos de la luz y acabó viviendo a oscuras. Por último, se olvidó de aquella bola mágica que cambiaba las estaciones.
Y así ocurre ahora: el tiempo es un caos. Un día llueve y al siguiente hace un calor terrorífico. De repente viene el frío invernal y al momento corre un delicioso viento primaveral. ¿No os habéis dado cuenta?
Es la vieja Larisa que agita tres veces su bola mágica sin saber muy bien para qué. No recuerda nada. Solo sabe que espera a alguien que haya nacido entre una estación y otra.
Un niño o una niña que sea mitad primavera, mitad verano.
Mitad otoño, mitad invierno.
Algo así…
A Larisa le gustaba tostarse al sol y pasear bajo la lluvia. Le gustaban los helados y las sopas calientes, las mantas a cuadros y los bañadores de volantes. El calor y el frío. El verano y el otoño. Septiembre.
Por eso, el año que Larisa cumplió 8 años recibió un regalo muy especial. No creáis que se lo hizo Mamá, ni Papá, sino el viejo vecino del primero. Se trataba de una bola de cristal con una ciudad en miniatura dentro.
- La ciudad que hay dentro es la nuestra. ¡Agítala!
Y al hacerlo, Larisa observó sorprendida como la ciudad no se llenaba de nieve sino de una lluvia de hojas de colores.
- ¡Es preciosa! Muchas gracias.
- No es solo preciosa. También es mágica.
- ¿Mágica?
- Claro. Es la bola de los cambios de estaciones. Solo alguien que haya nacido entre una estación y otra puede tenerla.
- ¿Y qué puedo hacer con ella? – preguntó con incredulidad Larisa.
- Utilizarla con inteligencia. Cada vez que agites tres veces seguidas esta bola, cambiará la estación.
- ¡Eso es imposible!
- ¿No me crees? Hazlo.
Larisa agitó tres veces la bola y observó maravillada como las pequeñas hojas de colores cubrían la ciudad en miniatura. De repente un fuerte estruendo la asustó.
- ¿Qué ha sido eso?
- Una tormenta. Va a empezar a llover.
- Pero si hacía un sol impresionante. ¿Cómo es posible?
- Porque has agitado tres veces la bola mágica.
Larisa miró con sorpresa al anciano. ¿Sería cierto o habría sido una simple casualidad?
- Tienes que creerme. Esta bola controla las estaciones y ahora tú eres su guardián.
- ¿Yo? Pero si solo soy una niña…
- Pero solo las personas que nacen entre estaciones pueden tenerla. Yo nací entre el invierno y la primavera y tú entre el verano y el otoño.
- Y ¿qué tengo que hacer?
- Agitarla tres veces los días que cambian las estaciones…
- ¿Y si me equivoco?
- No lo harás. Eres una niña lista. Lo harás bien.
- Pero, ¿por qué no puedes seguir haciéndolo tú?
El anciano miró con ternura a la niña. Tenía los pies hinchados, las manos arrugadas y unos ojos grises como un día de invierno. Sin embargo su sonrisa era tan bella como la primavera.
- Yo ya no puedo hacerlo. Cada vez soy más viejo, se me olvidan las cosas. Este año no recordaba donde la había puesto y por mi culpa el verano entró tres semanas más tarde.
Al oír aquello, Larisa comprendió que el anciano decía la verdad: aquel verano no había empezado a hacer calor hasta mediados de julio y todo el mundo estaba extrañadísimo.
- Está bien. Yo guardaré la bola mágica. Solo la agitaré tres veces cuando cambien las estaciones.
Y así lo hizo. Cada tres meses, en todos los cambios de estaciones, Larisa cogía su bola mágica y la agitaba tres veces. Entonces, contemplaba emocionada como el cielo cambiaba de color y daba paso a una nueva estación. Del otoño al invierno, del invierno a la primavera, de la primavera al verano, del verano al otoño y vuelta a empezar. Un año. Y otro. Y otro. Y otro…
Las estaciones fueron pasando y Larisa se acabó convirtiendo en una anciana despistada a la que poco a poco se le iban apagando los recuerdos. Primero olvidó dar de comer a su gato, y el pobre tuvo que buscarse otra dueña. Luego se olvidó de pagar los recibos de la luz y acabó viviendo a oscuras. Por último, se olvidó de aquella bola mágica que cambiaba las estaciones.
Y así ocurre ahora: el tiempo es un caos. Un día llueve y al siguiente hace un calor terrorífico. De repente viene el frío invernal y al momento corre un delicioso viento primaveral. ¿No os habéis dado cuenta?
Es la vieja Larisa que agita tres veces su bola mágica sin saber muy bien para qué. No recuerda nada. Solo sabe que espera a alguien que haya nacido entre una estación y otra.
Un niño o una niña que sea mitad primavera, mitad verano.
Mitad otoño, mitad invierno.
Algo así…
Autor del cuento: María Bautista.
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