Con disimulo arrojo bolitas de pan, sé que está prohibido, lo hago para alimentar a los gorriones de cuerpecillos esponjosos y pecho picudo.
Brincan los pequeños pájaros a mis pies, cada vez más audaces, cada vez más cerca y de cuando en cuando ladean la cabeza y me miran con ojos redondos y muy brillantes, valorando mis intenciones. ¿Vas a hacerme daño? ¿Esto de verdad es comida o es una trampa? ¿Piensas utilizar tu fuerza contra mi fragilidad y menudencia?
¡Qué tarde tan hermosa! Una tarde de sol típica de brisa fresca. Nubes blancas y mullidas como vellones de lana corren ligeras por el cielo azul brillante. Recortado sobre un fondo veloz, el campanario, de piedra, el que se está moviendo sobre el cielo azul, ancho y quieto.
Unos niños juegan a arrojarle a un perro un palo, y este, sin cansarse de una diversión repetitiva, los entretiene. Una mujer cruza la plaza, los jóvenes susurran amores. Sé quiénes son, reconozco en ellos mi propia vida. Algo le sucede a mis ojos: al igual que antes me parecía ver el campanario golpear a través del cielo; ahora me parece que sobre la plaza ha caído una extraña inmovilidad, como si mi mirada hubiese salido del tiempo. En ese momento de extraña calma, un instante de vida plena y detenida.
Todo pasa muy deprisa, pero yo sólo puedo recordarlo muy despacio, como si mi memoria, el tiempo, se hubiera detenido de pronto para avanzar detalle a detalle, atropellándose a sí mismo en una interminable sucesión de imágenes bruscas, secas, dolorosas, tan quemadas que se confunden con una vieja colección de fotografías abandonadas a la intemperie.
La mujer cruzaba la plaza en cuyo centro se alzaba la columna rematada por una enorme estatua, un ángel con alas desplegadas que parecía a punto de volar.
La mujer solitaria cada mañana ponía en él sus ojos admirados, temiendo que en las ráfagas del otoño desapareciese y no lo viese más; y aunque sabía que para el ángel ella era tan sólo un punto negro en la inmensidad de la plaza, le rogaba que la acompañara en el largo trayecto cotidiano.
Y fue tal su vehemencia que el ángel descendió de la columna y fue hacia ella con pasos vacilantes. Ante aquella figura gigantesca con las alas abiertas, la mujer sintió nacer la esperanza de ser correspondida, pero al acercarse al ángel, vio que tenía los ojos vacíos.
Aún así, ella preguntó: “¿Vienes conmigo?” Pero el ángel titubeaba, no respondió y poco después volvió a su lugar, en lo alto de la columna.
Se quebró el fugaz proyecto de amor: ella sintió que terminaba su vida y estuvo a punto de hundirse en la más infinita locura al comprender que no había sido mirada, que el ángel nunca vio su gesto enamorado.
Pero pensó en el deber del trabajo y el camino que le esperaba recorrer todos los días y se resigno a seguir adelante.
Ya nunca más buscaría el amor, ni el ángel bajaría al suelo.
Así que, los solitarios, cruzan la plaza pero nunca hacia él levantan su mirada; saben que el ángel está ahí, es ciego, un ángel solitario como ellos.
En esta tarde mustia y desabrida de un otoño sin frutos, estéril y raída. A solas con su sombra y su locura va la vieja loca hablando a gritos.
La vieja loca vocifera a solas con su sombra y su quimera. Es horrible y grotesca su figura, flaca, sucia, desarrapada, y unos ojos de calentura iluminan su rostro demacrado.
Huye de la plaza… y la atrae a la vez. Pobres espejismos de emoción, de miserias de un corazón enamorado. Esquelética avanza con su sueño, la carne triste y el espíritu del villano; la amargura de su alma errante desgajada y rota purga su pecado de enamorarse de quien no debió.
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