Así,
con la playa vacía, las olas se vuelven imponentes, son ellas solas las que
gobiernan el paisaje. En ese sentido me reconozco lamentablemente dócil,
maleable. Veo ese mar implacable y desolado, tan orgulloso de su espuma y de su
coraje, apenas mancillado por gaviotas ingenuas, casi irreales, y de inmediato
me refugio en una irresponsable admiración. Pero después, casi en seguida, la
admiración se desintegra, y paso a sentirme tan indefenso como una almeja, como
un canto rodado. Ese mar es una especie de eternidad. Cuando yo era niño, él
golpeaba y golpeaba, pero también golpeaba cuando era niño mi abuelo, cuando
era niño el abuelo de mi abuelo. Una presencia móvil pero sin vida. Una
presencia de olas oscuras, insensibles. Testigo de la historia, testigo inútil
porque no sabe nada de la historia. ¿Y si el mar fuera Dios? Un testigo
insensible. Una presencia móvil pero sin vida.
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