Nuestro veraneo
terminaba a finales de septiembre, y cuando regresábamos del pueblo dejábamos
los membrillos en los árboles, que aún tendrían que esperar hasta comienzo de
noviembre para madurar. Un buen día, al regresar del colegio, estaban en la
cocina, metidos en sus cajas, como corazones embebidos de la luz del sol
otoñal. Mi madre preparaba con ellos dulce de membrillo, pero también jalea.
Siempre en proporciones muy inferiores, pues, mientras que con todos aquellos
membrillos llenábamos latas y latas, que, dicho sea de paso, terminaban
hartándonos, de jalea apenas se conseguía una minúscula fuente, que desaparecía
en su totalidad en la primera merienda. Su preparación consistía en recoger las
mondas y los corazones de los membrillos, ricos en gelatina, y, añadiendo
azúcar, hervirlo todo lentamente hasta que se formaba un delicado jarabe, que
luego, al secarse, tenía la consistencia de la carne. Recuerdo que nos las
veíamos y deseábamos para repartir aquel tesoro. También que lo que más nos
maravillaba era la escena de su preparación. A mi madre en medio de aquel país
de mondas y tristes despojos, y como una maga haciendo de ellos el dulce
maravilloso cuya sola evocación todavía ahora hace que me chupe los dedos. Pues
bien, ésa es la materia de la verdadera literatura, que no opera con grandes
palabras o conceptos, sino con mondas, peladuras, restos que no parecen servir
para nada. Coge esos restos y prepara con ellos un elixir, pues la literatura
es el instante de la transfiguración.
Autor: Gustavo Martín Garzo.
Título del libro: "El pozo del alma".
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