Estando
la Virgen María encinta de unos meses, que ya se le notaba la barriguita, Dios
se puso a pensar en la organización del nacimiento de su Niño. No se decidía
cómo hacerlo: las típicas dudas que todos tenemos en esos momentos: quién
debería estar presente, en dónde sería mejor tenerlo... El panorama se aclaró
un poco al conocer que cuando a María le tocara salir de cuentas, José tendría
que estar echando los papeles en Belén. Como iban a estar desplazados, sería
complicado que los compadres y los vecinos de Nazaret les diesen compaña. Por
otra parte, quien venía al mundo era el Hijo de Dios y no era cosa de que su
llegada pasara desapercibida. Pero tampoco quería caer en la ostentación, que
el chiquitín iba para rey, pero para rey de sencillez y de amor.
Cavilando
y cavilando, Dios comenzó a barajar posibilidades.
Quizás
hubiera sido mejor que hubiese sido concebido unos años antes, cuando el cometa
Halley sobrevoló los cielos enmarcando los anocheceres con panorámicas de
ensueño. Siempre podría echar para atrás al cometa y hacer que se aligerara
para que llegase a tiempo al alumbramiento, pero eso sería forzar demasiado los
acontecimientos y Dios, en realidad, prefería los milagros pequeñitos, los de
todos los días: que los almendros florezcan en ramas de febrero escarchado o
que los chamarines rompan el cascarón en los niditos tiernos. Las grandes
demostraciones era mejor dejarlas para cuando no hubiera más remedio y fuera
conveniente pegar un buen zapatazo.
Si
hubiera nacido ahora, en agosto, se podría haber aprovechado la lluvia de
estrellitas fugaces que asaeteaban el firmamento tras el ocaso, pero el Niño
venía para diciembre y no estaba previsto ningún chaparrón de deseos para fin
de año.
Pensó
también en echar mano de una supernova, pero lo descartó: no estaba bien
anunciar un nacimiento de esperanza destruyendo una estrella, aunque estuviese
muy lejana.
En
estas estaba cuando, de repente, se percató de una pequeña lucecita que
brillaba sola entre unas briznas de paja. Algún despistado se habrá dejado
encendida una yesca, pensó, y se dispuso a apagarla para evitar males mayores
en el pasto reseco. Pero al agacharse, reparó en que la luz procedía de una
especie de gusanito. ¡Cáscaras!, ¡si es una luciérnaga!; ¡un poco más y la
piso!, exclamó.
Y
de repente, Dios tuvo claro cómo sería el recibimiento de su hijo Jesús.
Se
acercó a Belén y reservó lo único que quedaba disponible para la fecha prevista
del parto: un viejo establo a las afueras. Esa semana está todo completo, por
lo del censo, le decían. Está bien, se dijo, mejor esto que nada, que al menos
no se quede al relente.
Se
dio entonces una vuelta por los alrededores, buscando, buscando. No tardó en
encontrar lo que necesitaba: una tras otra, subió a la cumbrera del cobertizo
todas las luciérnagas que localizó que, tras el susto, siguieron brillando en
la noche estrellada.
Entonces,
Dios se echó a descansar para esperar que se produjera el nuevo milagro.
Las
luciérnagas de Belén primero, después las de Jerusalén y las de Jericó, a
continuación las de Hebrón: todos los bichitos de luz de Judea iniciaron la
marcha atraídos por las que se habían encaramado al tejado del chamizo.
Conforme
llegaban, trepaban hasta alcanzar a sus congéneres para arremolinarse
nerviosas. Las que tenían la lucecita en el trasero, ponían el culete en pompa;
las que destellaban por los costados, se meneaban inquietas; otras volaban y
brillaban como vilanos prendidos; aquellas que no tenían candela, a pesar de
que eran luciérnagas, también se incorporaban a la febril congregación, dando
toques de oscuridad al enjambre. Luces verdes, amarillas, blancas, anaranjadas,
luces que reverberaban tímidas y que titilaban destellos fosforescentes.
A
medida que pasaban los días, la luz se hizo visible cada vez más lejos, lo que
incitó a los gusanitos de luz de Samaria, Caná y Cafarnaún a emprender la
marcha; hasta dicen que, exhaustas, llegaron algunas procedentes de Cesarea de
Filipo. Y creció tanto y tanto la luz, que parecía que una nueva estrella
estuviese naciendo todas las noches en el horizonte.
Y
la noche del 24 todo estuvo preparado para que el Niño naciera entre pañales,
junto a un buey y a una mula, y alumbrado por miles de luceritos de luz que
bullían gozosos sobre el portal.
Lo
que pasó después ya es conocido: los Reyes Magos andaban en caravana por el
Oriente embarcados en algún trapicheo cuando les llamó la atención un astro
brillante. Dieron la vuelta y se encaminaron hasta Belén, guiados por aquella
estrella que nunca se extinguía...
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