viernes, 27 de diciembre de 2013

UN CUENTO DE NAVIDAD CON LUCIÉRNAGAS.





Estando la Virgen María encinta de unos meses, que ya se le notaba la barriguita, Dios se puso a pensar en la organización del nacimiento de su Niño. No se decidía cómo hacerlo: las típicas dudas que todos tenemos en esos momentos: quién debería estar presente, en dónde sería mejor tenerlo... El panorama se aclaró un poco al conocer que cuando a María le tocara salir de cuentas, José tendría que estar echando los papeles en Belén. Como iban a estar desplazados, sería complicado que los compadres y los vecinos de Nazaret les diesen compaña. Por otra parte, quien venía al mundo era el Hijo de Dios y no era cosa de que su llegada pasara desapercibida. Pero tampoco quería caer en la ostentación, que el chiquitín iba para rey, pero para rey de sencillez y de amor.

Cavilando y cavilando, Dios comenzó a barajar posibilidades.

Quizás hubiera sido mejor que hubiese sido concebido unos años antes, cuando el cometa Halley sobrevoló los cielos enmarcando los anocheceres con panorámicas de ensueño. Siempre podría echar para atrás al cometa y hacer que se aligerara para que llegase a tiempo al alumbramiento, pero eso sería forzar demasiado los acontecimientos y Dios, en realidad, prefería los milagros pequeñitos, los de todos los días: que los almendros florezcan en ramas de febrero escarchado o que los chamarines rompan el cascarón en los niditos tiernos. Las grandes demostraciones era mejor dejarlas para cuando no hubiera más remedio y fuera conveniente pegar un buen zapatazo.

Si hubiera nacido ahora, en agosto, se podría haber aprovechado la lluvia de estrellitas fugaces que asaeteaban el firmamento tras el ocaso, pero el Niño venía para diciembre y no estaba previsto ningún chaparrón de deseos para fin de año.

Pensó también en echar mano de una supernova, pero lo descartó: no estaba bien anunciar un nacimiento de esperanza destruyendo una estrella, aunque estuviese muy lejana.

En estas estaba cuando, de repente, se percató de una pequeña lucecita que brillaba sola entre unas briznas de paja. Algún despistado se habrá dejado encendida una yesca, pensó, y se dispuso a apagarla para evitar males mayores en el pasto reseco. Pero al agacharse, reparó en que la luz procedía de una especie de gusanito. ¡Cáscaras!, ¡si es una luciérnaga!; ¡un poco más y la piso!, exclamó.

Y de repente, Dios tuvo claro cómo sería el recibimiento de su hijo Jesús.

Se acercó a Belén y reservó lo único que quedaba disponible para la fecha prevista del parto: un viejo establo a las afueras. Esa semana está todo completo, por lo del censo, le decían. Está bien, se dijo, mejor esto que nada, que al menos no se quede al relente.

Se dio entonces una vuelta por los alrededores, buscando, buscando. No tardó en encontrar lo que necesitaba: una tras otra, subió a la cumbrera del cobertizo todas las luciérnagas que localizó que, tras el susto, siguieron brillando en la noche estrellada.

Entonces, Dios se echó a descansar para esperar que se produjera el nuevo milagro.

Las luciérnagas de Belén primero, después las de Jerusalén y las de Jericó, a continuación las de Hebrón: todos los bichitos de luz de Judea iniciaron la marcha atraídos por las que se habían encaramado al tejado del chamizo.

Conforme llegaban, trepaban hasta alcanzar a sus congéneres para arremolinarse nerviosas. Las que tenían la lucecita en el trasero, ponían el culete en pompa; las que destellaban por los costados, se meneaban inquietas; otras volaban y brillaban como vilanos prendidos; aquellas que no tenían candela, a pesar de que eran luciérnagas, también se incorporaban a la febril congregación, dando toques de oscuridad al enjambre. Luces verdes, amarillas, blancas, anaranjadas, luces que reverberaban tímidas y que titilaban destellos fosforescentes.

A medida que pasaban los días, la luz se hizo visible cada vez más lejos, lo que incitó a los gusanitos de luz de Samaria, Caná y Cafarnaún a emprender la marcha; hasta dicen que, exhaustas, llegaron algunas procedentes de Cesarea de Filipo. Y creció tanto y tanto la luz, que parecía que una nueva estrella estuviese naciendo todas las noches en el horizonte.

Y la noche del 24 todo estuvo preparado para que el Niño naciera entre pañales, junto a un buey y a una mula, y alumbrado por miles de luceritos de luz que bullían gozosos sobre el portal.

Lo que pasó después ya es conocido: los Reyes Magos andaban en caravana por el Oriente embarcados en algún trapicheo cuando les llamó la atención un astro brillante. Dieron la vuelta y se encaminaron hasta Belén, guiados por aquella estrella que nunca se extinguía...
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario