Es
un silencio mate,
denso,
domesticado,
este
que nos ofrece
la
mano prodigiosa
de
Vermeer. Un silencio
y
una quietud que ampara
la
inquietante lectura
de
la mujer que pone
(¿amor,
duda, tristeza?)
su
caricia en el pliego
que
sostiene en sus manos.
(Delf
atardece fuera,
palideciendo
el oro
de
la luz que declina).
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