Esta
mañana has pasado.
Ibas.
A
esas horas tan tempranas sólo podías ir.
A
dónde.
Desde
mi pequeña celda de cristal -yo la llamo así cuando juego a ser poeta-, he
olido que hoy tus cabellos limpios llevaban un poco de la cebada de aquellos
campos que corrí de niño, y también una pizca del tomillo que perfumaba los
alrededores del pueblo en donde crecí pudiendo ver lo que hoy ya no veo. He
olido también tu piel de mar, serena y revuelta, profunda y de orillas. Una
piel de olas blancas y suaves, en las que cada mañana me baño espumoso, mientras
te adivino disfrutando de tu hermoso reflejo en el escaparate de la tienda que
queda al lado de mi kiosco.
Y
he oído los vuelos de tu ropa jugar con el viento. Como tu falda, plegada en un
acordeón de verbena nocturna, de baile de plaza y de talle ceñido, punteaba
notas que me han devuelto al joven aquél que un día tuvo ojos claros de brillo
verde. Y como el fular anudado a tu cuello se convertía en guirnalda traviesa y
banderola inquieta. Y como el paso firme del tacón de tus botas componía esa percusión
que suple al timbal de mis latidos, cada vez que mi corazón se detiene tras
rozar tu mano al darte el cambio, las pocas veces que decides detenerte y
comprarme un cupón.
Esta
tarde volverás a pasar.
Regresarás.
A
estas horas tan atardecidas sólo puedes regresar.
De dónde.AUTOR: Raúl Ariza.
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