Estaba
sentado, quieto como una estatua, y me dolían los dedos. Quería tocar, no
escuchar. “Quería” no es un verbo suficientemente intenso. Me moría de ganas de
tocar. No me enorgullezco de haberme planteado robarle el laúd y marcharme de
allí aprovechando la oscuridad de la noche.
Josn
rió y abrió el estuche de su laúd con el pie. Pero antes de que pudiera guardar
el instrumento, le dije:
-¿Me
dejas verlo un momento? –Disimulé el deje de aprensión de mi voz, e intenté
hacerla pasar por una vaga curiosidad.
Me
odié a mí mismo por haber hecho esa pregunta. Pedirle a un músico que te deje
coger un instrumento es como pedirle a un hombre que te deje besar a su esposa.
Eso es algo que solo entiendes si eres músico. Un instrumento es como un
compañero y una amante. Los desconocidos suelen pedir a los músicos que les
deje coger sus instrumentos, y eso les fastidia mucho. Yo lo sabía, pero aun
así no pude contenerme.
-Solo
un momento.
-Desde
luego –replicó con una jocosidad que a mí me pareció falsa, pero que
seguramente convenció a los demás. Se acercó a mí y me dio el laúd-. Ten
cuidado…
Le
di unas vueltas con las manos. Si era objetivo, no tenía nada especial.
Acaricié la madera. Apreté el instrumento contra mi pecho.
Sin
levantar la cabeza, comenté:
-Es
muy bonito. –Lo dije en voz baja, con la voz quebrada por la emoción.
Pero
sentado junto al fuego, inclinado sobre el laúd, noté cómo las duras y
desagradables partes de mí mismo que había ganado en Tarbean se resquebrajaban.
Como un molde de arcilla alrededor de un trozo de hierro que se ha enfriado, se
desprendieron, dejando atrás algo limpio y duro.
Toqué
las cuerdas, una a una. Cuando toqué la tercera, sonó un poco desafinada, y,
sin pensar, moví un poco la clavija.
-Eh,
no toques eso -Josn trató de aparentar naturalidad-, lo vas a desafinar. –Pero yo
ni le oí. Josn y los demás no habrían estado más lejos de mí si hubieran estado
en el fondo del mar de Centhe.
Toqué
la última cuerda y la afiné también ligeramente. Compuse un acorde sencillo y
rasgueé las cuerdas produciendo un sonido suave y afinado. Desplacé un dedo, y
el acorde pasó a menor produciendo un sonido que siempre me hacía pensar que el
laúd estaba diciendo “triste”. Volví a mover las manos, y el laúd produjo dos
acordes que susurraron el uno contra el otro. Entonces, sin darme cuenta lo que
hacía, me puse a tocar.
El
tacto de las cuerdas me producía extrañeza; mis dedos y las cuerdas eran como
dos amigos que se reencuentran y que no recuerdan qué tienen en común. Toqué
flojo y despacio, sin lanzar las notas más allá del circulo de luz de la
hoguera. Mis dedos y las cuerdas mantenían una cuidadosa conversación, como si
su danza describiera el guión de un enamoramiento.
Entonces
noté que algo se rompía dentro de mí, y la música empezó a brotar invadiendo el
silencio. Mis dedos bailaban; con movimientos ágiles e intrincados, tejían algo
trémulo y sutil que abarcaba el círculo de luz que proyectaba nuestra hoguera.
La música se movía como una telaraña agitada por un débil soplo, cambiaba como
una hoja que gira al hacer al suelo, y te hacía sentir tres años en la Ribera
de Tarbean, el vacío dentro de ti y las manos doloridas por el frío.
No
sé cuento rato toqué. Quizás diez minutos, o quizás una hora. Pero mis manos no
estaban acostumbradas al esfuerzo. De pronto resbalaron, y la música de derrumbó,
como un sueño al despertar.
Levanté
la cabeza y vi a todos completamente inmóviles, con gestos que iban de la conmoción
a la sorpresa. Entonces, como si mi mirada hubiera roto algún hechizo, todos se
movieron a la vez. Roent cambió de postura en su asiento. Los dos mercenarios
se volvieron y se miraron arqueando las cejas. Derrik me miró como si nunca me
hubiera visto antes. Reta permaneció quieta, con una mano delante de la boca.
Denne se tapó la cara con las manos y rompió a llorar con silenciosos y desesperados
sollozos.
Josn
se quedó de pie. Tenía el rostro pálido y desencajado como si lo hubieran
apuñalado.
Le
tendí el laúd, sin saber si debía darle las gracias o pedirle disculpas. Él lo
cogió y no dijo nada. Al cabo de unos momentos, me levante, los dejé sentados
juntos al fuego y me dirigí a los carromatos.
Será
mejor que miréis detrás de él, hacia el círculo de luz que proyecta el fuego, y
que dejéis en paz a Kvothe de momento. Todo el mundo se merece unos momentos de
soledad cuando los necesita. Y si derramó algunas lágrimas, perdonémoslo. Al
fin y al cabo, no era más que un niño, y todavía tenía que aprender qué
significaba sufrir de verdad.
Fragmento del libro: "El nombre del viento" de Patrick Rothfuss.
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