miércoles, 3 de julio de 2013

CONMOCIÓN Y SORPRESA DE UNAS NOTAS.




Estaba sentado, quieto como una estatua, y me dolían los dedos. Quería tocar, no escuchar. “Quería” no es un verbo suficientemente intenso. Me moría de ganas de tocar. No me enorgullezco de haberme planteado robarle el laúd y marcharme de allí aprovechando la oscuridad de la noche.

Josn rió y abrió el estuche de su laúd con el pie. Pero antes de que pudiera guardar el instrumento, le dije:

-¿Me dejas verlo un momento? –Disimulé el deje de aprensión de mi voz, e intenté hacerla pasar por una vaga curiosidad.

Me odié a mí mismo por haber hecho esa pregunta. Pedirle a un músico que te deje coger un instrumento es como pedirle a un hombre que te deje besar a su esposa. Eso es algo que solo entiendes si eres músico. Un instrumento es como un compañero y una amante. Los desconocidos suelen pedir a los músicos que les deje coger sus instrumentos, y eso les fastidia mucho. Yo lo sabía, pero aun así no pude contenerme.

-Solo un momento.

-Desde luego –replicó con una jocosidad que a mí me pareció falsa, pero que seguramente convenció a los demás. Se acercó a mí y me dio el laúd-. Ten cuidado…

Le di unas vueltas con las manos. Si era objetivo, no tenía nada especial. Acaricié la madera. Apreté el instrumento contra mi pecho.

Sin levantar la cabeza, comenté:

-Es muy bonito. –Lo dije en voz baja, con la voz quebrada por la emoción.

Pero sentado junto al fuego, inclinado sobre el laúd, noté cómo las duras y desagradables partes de mí mismo que había ganado en Tarbean se resquebrajaban. Como un molde de arcilla alrededor de un trozo de hierro que se ha enfriado, se desprendieron, dejando atrás algo limpio y duro.

Toqué las cuerdas, una a una. Cuando toqué la tercera, sonó un poco desafinada, y, sin pensar, moví un poco la clavija.

-Eh, no toques eso -Josn trató de aparentar naturalidad-, lo vas a desafinar. –Pero yo ni le oí. Josn y los demás no habrían estado más lejos de mí si hubieran estado en el fondo del mar de Centhe.

Toqué la última cuerda y la afiné también ligeramente. Compuse un acorde sencillo y rasgueé las cuerdas produciendo un sonido suave y afinado. Desplacé un dedo, y el acorde pasó a menor produciendo un sonido que siempre me hacía pensar que el laúd estaba diciendo “triste”. Volví a mover las manos, y el laúd produjo dos acordes que susurraron el uno contra el otro. Entonces, sin darme cuenta lo que hacía, me puse a tocar.

El tacto de las cuerdas me producía extrañeza; mis dedos y las cuerdas eran como dos amigos que se reencuentran y que no recuerdan qué tienen en común. Toqué flojo y despacio, sin lanzar las notas más allá del circulo de luz de la hoguera. Mis dedos y las cuerdas mantenían una cuidadosa conversación, como si su danza describiera el guión de un enamoramiento.

Entonces noté que algo se rompía dentro de mí, y la música empezó a brotar invadiendo el silencio. Mis dedos bailaban; con movimientos ágiles e intrincados, tejían algo trémulo y sutil que abarcaba el círculo de luz que proyectaba nuestra hoguera. La música se movía como una telaraña agitada por un débil soplo, cambiaba como una hoja que gira al hacer al suelo, y te hacía sentir tres años en la Ribera de Tarbean, el vacío dentro de ti y las manos doloridas por el frío.

No sé cuento rato toqué. Quizás diez minutos, o quizás una hora. Pero mis manos no estaban acostumbradas al esfuerzo. De pronto resbalaron, y la música de derrumbó, como un sueño al despertar.

Levanté la cabeza y vi a todos completamente inmóviles, con gestos que iban de la conmoción a la sorpresa. Entonces, como si mi mirada hubiera roto algún hechizo, todos se movieron a la vez. Roent cambió de postura en su asiento. Los dos mercenarios se volvieron y se miraron arqueando las cejas. Derrik me miró como si nunca me hubiera visto antes. Reta permaneció quieta, con una mano delante de la boca. Denne se tapó la cara con las manos y rompió a llorar con silenciosos y desesperados sollozos.

Josn se quedó de pie. Tenía el rostro pálido y desencajado como si lo hubieran apuñalado.

Le tendí el laúd, sin saber si debía darle las gracias o pedirle disculpas. Él lo cogió y no dijo nada. Al cabo de unos momentos, me levante, los dejé sentados juntos al fuego y me dirigí a los carromatos.

Será mejor que miréis detrás de él, hacia el círculo de luz que proyecta el fuego, y que dejéis en paz a Kvothe de momento. Todo el mundo se merece unos momentos de soledad cuando los necesita. Y si derramó algunas lágrimas, perdonémoslo. Al fin y al cabo, no era más que un niño, y todavía tenía que aprender qué significaba sufrir de verdad.

Fragmento del libro: "El nombre del viento" de Patrick Rothfuss.

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