Entrando
por la calle de la Fuente, de vuelta del huerto, las campanas, que ya habíamos
oído tres veces desde los Arroyos, conmueven, con su pregonera coronación de
bronce, el blanco pueblo. Su repique voltea y voltea entre el chispeante y
estruendoso subir de los cohetes, negros en el día, y la chillona metalería de
la música.
La
calle, recién encalada y ribeteada de almagra, verdea toda, vestida de chopos y
juncias. Lucen las ventanas colchas de damasco granate, de percal amarillo, de
celeste raso, y, donde hay luto, de lana cándida, con cintas negras. Por las
últimas casas, en la vuelta del Porche, aparece, tarda, la Cruz de los espejos,
que, entre los destellos del Poniente, recoge ya la luz de los cirios rojos que
lo gotean todo de rosa. Lentamente pasa la procesión. La bandera carmín, y San
Roque, Patrón de los panaderos, cargado de tiernas roscas; la bandera glauca, y
San Telmo, Patrón de los marineros, con su navío de plata en las manos; la
bandera gualda, y San Isidro, Patrón de los labradores, con su yuntita de
bueyes; y más banderas de más colores, y más Santos, y luego, Santa Ana, dando
lección a la Virgen niña, y San José, pardo, y la Inmaculada, azul... Al fin,
entre la Guardia Civil, la Custodia, ornada de espigas granadas y de
esmeraldinas uvas agraces su calada platería, despaciosa en su nube celeste de
incienso.
En
la tarde que cae, se alza, limpio, el latín andaluz de los salmos. El sol, ya
rosa, quiebra su rayo bajo, que viene por la calle del Río, en la cargazón de
oro viejo de las dalmáticas y las capas pluviales. Arriba, en derredor de la
torre escarlata, sobre el ópalo terso de la hora serena de junio, las palomas
tejen sus altas guirnaldas de nieve encendida...
Platero,
en aquel hueco de silencio, rebuzna. Y su mansedumbre se asocia con la campana,
con el cohete, con el latín y con la música de Modesto, que tornan al punto al
claro misterio del día; y el rebuzno se le endulza, altivo, y, rastrero, se le
diviniza...
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