Ilustración Pilar Argés.
-¿Qué te pasa, Angelina? –le preguntó la señora Gloria a la alumna que acababa de ingresar al aula de sexto en la Escuela Alejandro Carbó-. Te ves pálida. ¿Te sentís mal? ¿Querés que llame a tu familia?
-Gracias, señorita. Estoy un poco mejor. ¿Puedo sentarme?
-Por supuesto, en unos minutos empezaremos las actividades.
Pasó la mañana sin mayores novedades, sonó el timbre y todos los chicos corrieron en tropel hacia la calle. Angelina regresó a su casa, por la avenida Colón, conversando animadamente con su compañera de grado María Rosa.
Eran íntimas amigas desde el Jardín, por eso acostumbraban confiarse sus secretos sin que nadie, ni sus padres, lo supieran. Pero no imaginen que eran secretos feos o desagradables sino experiencias que les iban enseñando a crecer. A esa edad cualquier nena se siente toda una mujercita. ¿O no?
-Angelina, ¿por qué no volvemos a casa por la 9 de Julio como lo hacemos siempre?
-Ni loca.
-Pero, ¿qué te pasa? Apenas cruzamos La Cañada tomamos el Área Peatonal. Hace años que vamos y venimos por el mismo camino.
-Pero ahora no quiero pasar más por ahí.
Por ahí es una de las esquinas mágicas que tiene la ciudad de Córdoba. En ese lugar se cruzan las calles 9 de Julio y Figueroa Alcorta y en medio de ésta, dividiéndola en dos manos, pasa La Cañada, un canal empedrado bordeado por altas y luminosas tipas, que lleva el desagüe de las lluvias y desemboca, unos quinientos metros más adelante, en el río Suquía.
-Bueno, supongo que no guardarás un secretito que no querrás compartir con tu mejor amiga –la provocó María Rosa.
-¿Para qué me preguntas? Vos sabés cuál es el motivo. ¿Tengo que repetírtelo?
-No me digas que es por ese chico.
-¿Cuál?
-No te hagas la tonta. Me refiero a ese chico que cada vez que pasamos te dice piropos.
-Más o menos. Será por eso.
-¿Te referís al negrito que limpia vidrios en los autos? A mí me parece gracioso.
-Para mí no es gracioso, María Rosa. Es un guarango.
-Nunca escuché que te dijera algo desagradable. Mi hermana Cecilia dice que poco a poco las mujeres nos vamos acostumbrando a que los hombres nos digan cositas. ¿Me entendés?
-Pero nosotras todavía no somos mujeres.
-¿Qué estás diciendo? Si tenemos once años.
Así, conversando, continuaron por Colón, doblaron por Salta y, muy cerca una de la otra, cada niña entró a su casa.
Lo que ocurre es que Angelina no desea pasar por ahí, porque en ese lugar, todos los santos días, aparece un morochito que tendrá unos trece años. No sabemos mucho sobre él, sólo que limpia vidrios con un grupo de amigos y cada vez que ve a Angelina venir caminando por 9 de Julio, deja todo lo que está haciendo para observarla y decirle cosas como estas: Hola, mi preciosa. Quien fuera baldosa para que pudieras pisarme con tus hermosos pies. Quien pudiera ser una gotita de sangre para recorrerte entera. Adiós, que tengas buenos días. ¡Ah! Y no te olvidés que tuyo es mi corazón.
Al día siguiente, María Rosa faltó a clase por un problema de familia de modo que Angelina salió temprano de su casa rumbo al colegio. Extrañamente, no se desvió por la avenida Colón sino que tomó directamente por la 9 de Julio. Y allí estaba el Braian, el mismo balde de plástico anaranjado, los mismos amigos y su infaltable galanteo: Si los suspiros fueran besos yo sería un huracán. Buenos días, princesa, si necesitás un esclavo que te lleve los útiles, sólo tenés que hacerme una seña, así, con tu manito. Adiós, hasta mañana y no te olvidés: tuyo es mi corazón.
Angelina siguió su camino, seria como siempre, pensando en las distintas emociones que sentía cada vez que aquel chico venía a su encuentro. Con cuántas ganas le hubiera dicho: “salí de aquí, pedazo de estúpido. Andá a estudiar, grandísimo burro. La próxima vez voy a llamar a la policía. ¿Por qué me molestás? ¿Qué te hice?” Pero ella jamás le contestó algo parecido al Braian. Estaba confundida porque no sabía si era bronca o lástima la que sentía por ese chico atrevido. Pasaron nuevamente las horas de clase y regresó con su papá que ese día había ido a buscarla en su auto.
El motivo por el cual el señor de la Fuente había ido a buscar a su hija es porque Angelina tiene que ir esa misma tarde a una entrevista con el cardiólogo al Hospital Privado. Los últimos estudios que le hizo el especialista han dado resultados negativos. Angelina no tiene que hacer grandes esfuerzos físicos porque padece de una grave anomalía en su corazón, una enfermedad que el doctor Borinstein ha diagnosticado como muy grave.
A partir de aquel día, la familia de la Fuente llevaba a su hija en auto a la escuela y de paso, como era lógico, María Rosa viajaba con ellos. Así fueron pasando las semanas y los meses sin que Angelina volviera a pasar por ahí. Por ahora tenía que resolver el problema de su salud, cada día más precaria, aunque a veces le aparecían las imágenes del chico limpia-vidrios y hasta llegó a pensar, con cierto asombro, que extrañaba las pícaras adulaciones del Braian que le producían, cómo decir, una especie de cosquillas en algún lugarcito de su cuerpo.
La familia de la Fuente, apenas terminadas las clases, internó a Angelina en el Hospital a la espera de una urgente intervención quirúrgica. Recién en diciembre llegó la donación de un órgano que le fue implantado con éxito. Algunos compañeros de la escuela, primos y tíos y, por supuesto su mejor amiga, María Rosa, iban de vez en cuando a visitarla a la habitación 3l3 del Hospital Privado.
Pasó la Navidad y llegó el nuevo año. El cuerpo de Angelina seguía funcionando a la perfección. Pronto cumpliría doce años, en pocas semanas iría de vacaciones a algún lugar en las Sierras y continuaría recibiendo regalos y mimos al por mayor. Todo, hasta la luz del sol le parecía diferente.
Y de repente, ¡otra vez a la escuela! Temprano, por la mañana, Angelina y María Rosa caminaron por la 9 de Julio, cruzaron La Cañada y llegaron al Carbó. Lo mismo de siempre: nuevos maestros, antiguos compañeros, otros saberes le esperaban.
En uno de los recreos, como María Rosa era muy buena amiga pero también algo chismosa, no tuvo más remedio que sacar el tema:
-¿Qué me decís?
-¿Qué cosa?
-Parece que tu galancito se mudó a trabajar a otro lugar.
-Mejor así, no tengo muchos deseos de verlo.
Pero no siempre decimos en público lo que realmente estamos pensando. Día tras día, apenas pasaban por ahí, Angelina deseaba volver a ver a Braian. ¿Cómo era posible que ella tuviera semejantes deseos? Si hasta una tarde, quién lo hubiera dicho, cuando fue al centro a comprar algunos útiles que necesitaba para el colegio, caminó las cinco cuadras que la separaban de ese lugar sin poder explicarse por qué lo hacía ni por qué sus ojos se llenaron de lágrimas.
Lo que Angelina jamás pudo haber sabido es que cuando ella estaba internada en el Hospital, un automóvil atropelló al Braian en la esquina de 9 de Julio y La Cañada. Jamás pudo saber, porque así está establecido por la ley, que su familia pudiera conocer el nombre del donante del corazón que ahora estaba latiendo en su pecho.
Caramba, aunque uno sea un niño, debería saber un poco más sobre los misterios de la vida. ¿Todo fue una simple casualidad o estaba escrito en el Libro del Destino? ¿Habrá una historia más increíble y maravillosa que la de Braian y Angelina?
Tampoco nosotros lo sabemos aunque ahora, varios años después, dicen que está naciendo una leyenda. A ciertas horas de la mañana, si uno se detiene en 9 de Julio y La Cañada y presta atención, podrá escuchar, como en un susurro, la voz de un niño que dice: Tuyo es mi corazón.
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