Ha
cambiado la luz: esto es septiembre.
La
fórmula del aire ha padecido
la
imperceptible mutación fatal
que
sólo se percibe en el espíritu;
esta
milmillonésima unidad de nostalgia
que
flota alrededor y que electriza
la
túnica inconsútil de las tardes.
El
peso de la luz ha transformado
la
eterna proporción de nuevos óleos
que
enturbian hacia el gris la transparencia;
los
plomizos pigmentos que averiguo
en
la balanza de la hipocondría,
y
cuya nada impregna el horizonte.
Ya
se ha desvanecido en el silencio
el
rumor entusiasta de los veraneantes,
y
las casas adquieren su pátina lunar,
su
quietud de artilugio al que nadie da cuerda.
Las
piscinas difunden con un escalofrío
el
eco fantasmal de su música acuática.
Entonces
aparecen errabundos
los
perros que abandonan a su suerte.
Como
cada septiembre, merodean
con
aire de filósofos amargos,
y
ladran mendicantes a una luna
que
los contempla impávida en su cielo.
¿Y
en qué roto verano sucedió mi extravío?
¿A
quién se le ocurrió la idea de perderme?
¿Dónde
estuvo la casa de mi sueño y mi dueño?
Septiembre
se desploma
aullando
en esta página.
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