He
pensado a menudo en un verso de Eliot;
aquel
en que una dama persuasiva y ajada
sirve
el té a sus amigos entre efímeras lilas.
Yo
la hubiese querido porque, igual que la suya,
mi
vida es una inútil e inacabable espera.
Pero
he aquí que es tarde, y ella murió hace tiempo,
y
de una vieja carta banalmente perfecta
su
recuerdo difunde perenne y raro aroma.
«Londres,
mil novecientos siete. Querido amigo:
Siempre
estuve segura, lo sabes, de que un día…
Mas
trata de excusarme si divago; es invierno
y
no ignoras cuán poco me ocupo de mí misma.
Te
espero. Los enebros han crecido y las tardes
culminan
hacia el río y los rojos islotes.
Soy
triste y, si no llegas, un tema de suspiros
hundirá
al gabinete, de un raso ajedrezado,
en
el inmundo estiércol del tedio y la derrota.
Para
ti habrá una torre, un jardín afligido
y
unas campanas graves húmedas de armonía;
y
no habrá té ni libros ni amigos ni advertencias,
pues
yo no seré joven ni querré que te vayas…»
Y
esta dama de Eliot, tan dúctil y serena,
se
habrá desvanecido también entre las lilas,
y
el banderín siniestro del suicidio ardería
un
instante en la estancia con su opaco alarido.
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