En
el jardín del relojero había un árbol que daba relojes.
Lo
regaba puntualmente cada mañana y, por supuesto, le llevaba su tiempo.
Pero
merecía la pena porque al llegar el verano se llenaba de frutos, cada uno
diferente a los demás: relojes de cuco, de arena, digitales, cronómetros…
Incluso una noche brotó un reloj de sol.
Los
días en que el viento movía las ramas todo el jardín se cubrían de tic-tacs
que, empujados por el aire, alcanzaban la casa y se colaban por el agujero de
la cerradura o por el hueco de la chimenea, inundando las habitaciones de
minutos perdidos.
Su
copa era alta y espigada, y siempre estaba repleta de nidos. Todos los pájaros
querían construirlos allí puesto que, de esta manera, podían saber a ciencia
cierta cuántas horas quedaban para que nacieran sus esperados polluelos.
Era
un árbol frondoso, de hojas alargadas, y muy exacto. Sólo se retrasaba un poco
en primavera, debido a que las revoltosas alas de las mariposas terminaban por
mover las saetas.
En
el momento en que los frutos estaban maduros (hacia las ocho y veinticinco de
la tarde) caían del árbol, casi siempre sobre la muñeca de algún señor con
prisa.
Autor: Pepe Serrano.
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