domingo, 26 de julio de 2015

EL ÁRBOL DE LOS RELOJES.






En el jardín del relojero había un árbol que daba relojes.
Lo regaba puntualmente cada mañana y, por supuesto, le llevaba su tiempo.
Pero merecía la pena porque al llegar el verano se llenaba de frutos, cada uno diferente a los demás: relojes de cuco, de arena, digitales, cronómetros… Incluso una noche brotó un reloj de sol.
Los días en que el viento movía las ramas todo el jardín se cubrían de tic-tacs que, empujados por el aire, alcanzaban la casa y se colaban por el agujero de la cerradura o por el hueco de la chimenea, inundando las habitaciones de minutos perdidos.
Su copa era alta y espigada, y siempre estaba repleta de nidos. Todos los pájaros querían construirlos allí puesto que, de esta manera, podían saber a ciencia cierta cuántas horas quedaban para que nacieran sus esperados polluelos.
Era un árbol frondoso, de hojas alargadas, y muy exacto. Sólo se retrasaba un poco en primavera, debido a que las revoltosas alas de las mariposas terminaban por mover las saetas.
En el momento en que los frutos estaban maduros (hacia las ocho y veinticinco de la tarde) caían del árbol, casi siempre sobre la muñeca de algún señor con prisa.

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