Te
llevo como un objeto perteneciente a otra edad, encontrado un día al azar y que
palpamos con manos ignorantes. ¿Fragmento de qué culto, dueño de qué poderes ya
desaparecidos, portador de qué cóleras o de qué maldiciones que el tiempo ha
vuelto irrisorias, cifra en pie de qué números caídos? Su presencia nos invade
hasta ocupar insensiblemente el centro de nuestras preocupaciones, sin que
valga la reprobación de nuestro juicio, que declara su belleza -ligeramente
horrenda- peligrosa para nuestro pequeño sistema de vida, hecho de erizadas
negaciones, muralla circular que defiende dos o tres certidumbres. Así tú. Te
has instalado en mi pecho y como una campana neumática desalojas pensamientos,
recuerdos y deseos. Invisible y callado, a veces te asomas por mis ojos para
ver el mundo de afuera; entonces me siento mirado por los objetos que
contemplas y me sobrecoge una infinita vergüenza y un gran desamparo. Pero
ahora, ¿me escuchas? ahora voy arrojarte, voy a deshacerme de ti para siempre.
No pretendas huir. No podrías. No te muevas, te lo ruego: podría costarte caro.
Quédate quieto: quiero oír tu pulso vacío, contemplar tu rostro sin facciones.
¿Dónde estás? No te escondas. No tengas miedo. ¿Por qué te quedas callado? No,
no te haré nada, era sólo una broma. ¿Comprendes? A veces me excito, tengo la
sangre viva, profiero palabras por las que luego debo pedir perdón. Es mi
carácter. Y la vida. Tú no la conoces. ¿Qué sabes tú de la vida, siempre
encerrado, oculto? Así es fácil ser sensato. Adentro nadie incomoda. La calle
es otra cosa: te dan empellones, te sonríen, te roban. Son insaciables. Y ahora
que tu silencio me prueba que me has perdonado, deja que te haga una pregunta.
Estoy seguro que vas a contestarla clara y sencillamente, como se responde a un
camarada después de una larga ausencia. Es cierto que la palabra ausencia no es
la más apropiada, pero debo confesarte que tu intolerable presencia se parece a
lo que llaman el “vacío de la ausencia”. ¡El vacío de tu presencia, tu
presencia vacía! Nunca te veo, ni te siento, ni te oigo. ¿Por qué te presentas
sin ruido? Durante horas te quedas quieto, agazapado en no sé qué repliegue. No
creo ser tan exigente. No te pido mucho: una seña, una pequeña indicación, un
movimiento de ojos, una de esas atenciones que no cuestan nada al que las
otorga y que llenan de gozo a quien las recibe. No reclamo, ruego. Acepto mi
situación y sé hasta dónde puedo llegar. Reconozco que eres el más fuerte y el
más hábil: penetras por la hendidura de la tristeza o por la brecha de la
alegría, te sirves del sueño y de la vigilia, del espejo y del muro, del beso y
de la lágrima. Sé que te pertenezco, que estarás a mi lado el día de la muerte
y que entonces tomarás posesión de mí. ¿Por qué esperar tanto? Te prevengo
desde ahora: no esperes la muerte en la batalla, ni la del criminal, ni la del
mártir. Habrá una pequeña agonía, acompañada de los acostumbrados terrores,
delirios modestos, tardías iluminaciones sin consecuencias. ¿Me oyes? No te
veo. Escondes siempre la cara. Te haré una confidencia -ya ves, no te guardo
rencor y estoy seguro que un día vas a romper ese absurdo silencio- : al cabo
de tantos años de vivir… aunque siento que no he vivido nunca, que he sido
vivido por el tiempo, ese tiempo desdeñoso e implacable que jamás me ha hecho
una seña, que siempre me ha ignorado. Probablemente soy demasiado tímido y no
he tenido el valor de asirlo por el cuello y decirle: “Yo también existo”, como
el pequeño funcionario que en un pasillo detiene el Director General y le dice:
“Buenos días, yo también…”, pero, ante la admiración del otro, el pequeño
funcionario enmudece, pues de pronto comprende la inutilidad de su gesto: no
tiene nada que decirle a su Jefe. Y él tampoco tiene nada que decirme. Y ahora,
después de este largo rodeo, creo que estamos más cerca de lo que iba a
decirte: al cabo de tantos años de vivir – espera, no seas impaciente, no
quieras escapar: tendrás que oírme hasta el fin -, al cabo de tantos años, me
he dicho: ¿a quién, si no a él, puedo contarle mis cosas? En efecto – no me
avergüenza decirlo y tu no deberías enrojecer – sólo te tengo a ti. A ti. No
creas que quiero provocar tu compasión; acabo de emitir una verdad, corroboro
un hecho y nada más. Y tú, ¿a quién tienes? ¿Eres de alguien como yo soy de ti?
O si lo prefieres, ¿tienes a alguien como yo te tengo a ti? Ah, palideces, te
quedas callado. Comprendo tu estupor: a mí también me ha desvelado la
posibilidad de que tú seas de otro, que a su vez sería de otro, hasta no acabar
nunca. No te preocupes: yo no hablo sino contigo. A no ser que tú, en este
momento, digas lo mismo que te digo a un silencioso tercero, que a su vez… No,
si tú eres otro: ¿quién soy yo? Te repito, ¿tú, a quién tienes? A nadie,
excepto a mí. Tú también estás solo, tú también tuviste una infancia solitaria
y ardiente -todas las fuentes te hablan, todos los pájaros te obedecían- y
ahora… No me interrumpas. Empezaré por el principio: cuando te conocí -sí,
comprendo muy bien tu extrañeza y adivino lo que vas a decirme: en realidad no
te conozco, nunca te he visto, no sé quién eres. Es cierto. En otros tiempos
creía que eras esa ambición que nuestros padres y amigos nos destilan en el
oído, con un nombre y una moral -nombre y moral que a fuerza de roces se hincha
y crece, hasta que alguien viene con un menudo alfiler y revienta la pequeña
bolsa de pus- ; más tarde pensé que eras ese pensamiento que salió un día de mi
frente al asalto del mundo; luego te confundí con mi amor por Juana, María,
Dolores; o con mi fe en Julián, Agustín, Rodrigo. Creí después que eras algo
muy lejano y anterior a mí, acaso mi vida prenatal. Eras la vida, simplemente.
O, mejor, el hueco tibio que deja la vida cuando se retira. Eras el recuerdo de
la vida. Esta idea me llevó a otra: mi madre no era matriz sino tumba y agonía
los nueve meses de encierro. Logré desechar esos pensamientos. Un poco de
reflexión me ha hecho ver que no eres recuerdo, ni siquiera un olvido: no te
siento como el que fui sino como el que voy a ser, como el que está siendo. Y
cuando quiero apurarte te me escapas. Entonces te siento como ausencia. En fin,
no te conozco, no te he visto nunca, pero jamás me he sentido solo, sin ti. Por
eso debes aceptar aquella frase -¿la recuerdas: “cuando te conocí”?- como una
expresión figurada, como un recurso del lenguaje. Lo cierto es que siempre me
acompañas, siempre hay alguien conmigo. Y para decirlo todo de una sola vez:
¿quién eres? es inútil esconderse más tiempo. Ha durado ya bastante este juego.
¿No te das cuenta de que puedo morir ahora mismo? Si muero, tu vida dejará de
tener sentido. Yo soy tu vida y el sentido de tu vida? O es a la inversa: ¿tú
eres el sentido de mi vida? Habla, di algo. ¿Aún me odias porque amenacé con
arrojarte por la ventana? Lo hice para picarte la cresta. Y te quedaste
callado. Eres un cobarde. ¿Recuerdas cuando te insulté? ¿Y cuándo vomité sobre
ti? ¿Y cuándo tenías que ver con esos ojos que nunca se cierran cómo dormía con
aquella vieja infame y que hablaba de suicidio? Da la cara. ¿Dónde estás? En el
fondo, nada de esto me importa. Estoy cansado, eso es todo. Tengo sueño. ¿No te
fatigan estas interminables discusiones, como si fuésemos un matrimonio que a
las cinco de la mañana, con los párpados hinchados, sobra la cama revuelta
sigue dando vueltas a la querella empezada hace veinte años? Vamos a dormir.
Dame las buenas noches, sé un poco cortés. Estás condenado a vivir conmigo y
deberías esforzarte por hacer la vida más llevadera. No alces los hombros.
Calla si quieres, pero no te alejes. No quiero estar solo: desde que sufro
menos soy más desdichado. Quizá la dicha es como la espuma de la dolorosa marea
de la vida, que cubre con una plenitud roja nuestras almas. Ahora la marea se
retira y nada queda de aquello que tanto nos hizo sufrir. Nada sino tú. Estamos
solos, estás solo. No me mires: cierra los ojos, para que yo también pueda
cerrarlos. Todavía no puedo acostumbrarme a tu mirada sin ojos.
AUTOR: Octavio Paz.
LIBRO: "Libertad bajo palabra."
No hay comentarios:
Publicar un comentario