Cuando
preparo la maleta, tengo que pensar en todo
lo
que voy a meter para no olvidarme de nada. Voy al
diccionario
y saco las palabras que me servirán
de
pasaporte: el ecuador, una línea
de
horizonte, la altitud y la latitud,
un
asiento de pasajero perseverante. Me dicen
que
no necesito nada más; pero sigo
llenando
la maleta. Un poniente para que
la
noche no caiga tan deprisa, el tacto de tu
pelo
para que mi mano no lo olvide,
y
aquel pájaro en un jardín que ha nacido
en
la trasera de la casa, y canta sin saber
por
qué. Y otras cosas que podrían
parecer
inútiles, pero que necesitaré: una frase
indecisa
en medio de la noche, la constelación
de
tu ojos cuando los abres, y algunas
hojas
de papel donde escribiré lo que tu ausencia
viene
a dictarme. Y si me dicen que llevo
exceso
de equipaje, dejaré todo esto en tierra,
y
me quedaré solo con tu imagen, la estrella
de
una sonrisa triste, y el eco melancólico
de
un adiós.
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