Te
despiertas y, al rato,
dejas
tu casa y sales a la calle,
a
la casa del mundo.
Salir
es un entrar. No hay intemperie
cuando
con firme pie
y
afanosa retina
nos
adentramos en los incontables
e
ingentes aposentos del asombro.
Los
vamos recorriendo sin descanso.
Todos
tienen el techo a cielo abierto,
con
muros transparentes y con anchas
puertas
de par en par que no interrumpen
el
avance en la luz.
Y
no hay desprotección, ni puede haberla,
en
la perplejidad que para el ojo
es
todo cuanto ve
(este
azaroso ir ineluctable
de
una emoción a otra,
de
la sorpresa al sobresalto, al ansia)
sino
el cobijo incierto de la vida,
que
nos alza hasta el vértigo
y
nos mantiene a salvo en su oleaje
porque
el misterio existe.
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