Las
llanuras son tan inmensas,
la
cueva tan estrecha. La angustia
traspasa
como humo la mente, el corazón de estalactita
de
la muerte desgrana su tictac en las tinieblas.
Quiero fijar
el
instante perdido de la vida en una línea
grabada
en la piedra de las paredes de la cueva: un bisonte
con
los cuernos vueltos hacia el destino,
un joven corzo
que
al alba siguió a su hembra, pero que ahora
es
un montón de huesos roídos y blanquecinos
en
torno a la hoguera de los cazadores.
Quiero pintar
con
ocre, hollín y sangre, pintar
la
vida que jugaba
como
una cervatilla por las ventosas llanuras
antes
de convertirse en comida, antes de que
la
belleza se ahogase en estómagos sin fondo.
Sopla
el norte. Truena
en
hielos crecientes. Pero la gente está de fiesta.
Satisfechas
sonrisas untadas de grasa brillan al resplandor
del
fuego que sisea alrededor de pesados espetones,
las mujeres chillan
con
huellas de sangre de los dedos de los cazadores
sobre
pechos y muslos —lejos bajo la luna
los
lobos anuncian el invierno.
Quiero pintar
con
ocre, hollín y sangre, pintar
a
la cervatilla que murió bailando
y
muere diariamente
con
un despiadado pedernal en el corazón.
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