sábado, 15 de agosto de 2015

CEREZAS.



 

Están, como entonces, al otro lado.
Algunas ramas díscolas asoman
por encima del muro y se desbordan
los frutos inflamados en el huerto
comunal. Con resolución arranco
ese inservible vínculo que enlaza
su centro ciego con el universo
insondable que forma su materia.

Contemplo en la vasija su envoltura
brillante, humedecida por la luz
nueva de la mañana aún sin nombre,
junto al sucio color de albaricoques
maduros y el reflejo de apartadas
colinas entrevistas fugazmente
en la pantalla del televisor
averiado.

Ignoro por qué al cabo de los años
se muestra ante mis ojos su verdad
tan colmada de sí, por qué su pulpa
carnosa vivifica mis sentidos
con un venial deleite
que me recuerda un incipiente seno
acariciado por primera vez.

Cielo del paladar, garganta, lengua
comparten el vergel del apetito
porque el cuerpo que goza no reclama
favor alguno, sino ser, sin más,
necesario final, lugar del júbilo.
El eco de este ardor palpitante resuena
en las entrañas y por un momento
me hace olvidar esta enojosa herencia:
la arbitraria expulsión del paraíso
que pesa todavía en la conciencia
como un lastre de plomo
cuando asoma por la ventana un rayo
de sol que invita a disolverse en él,
a esclarecerse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario