Están,
como entonces, al otro lado.
Algunas
ramas díscolas asoman
por
encima del muro y se desbordan
los
frutos inflamados en el huerto
comunal.
Con resolución arranco
ese
inservible vínculo que enlaza
su
centro ciego con el universo
insondable
que forma su materia.
Contemplo
en la vasija su envoltura
brillante,
humedecida por la luz
nueva
de la mañana aún sin nombre,
junto
al sucio color de albaricoques
maduros
y el reflejo de apartadas
colinas
entrevistas fugazmente
en
la pantalla del televisor
averiado.
Ignoro
por qué al cabo de los años
se
muestra ante mis ojos su verdad
tan
colmada de sí, por qué su pulpa
carnosa
vivifica mis sentidos
con
un venial deleite
que
me recuerda un incipiente seno
acariciado
por primera vez.
Cielo
del paladar, garganta, lengua
comparten
el vergel del apetito
porque
el cuerpo que goza no reclama
favor
alguno, sino ser, sin más,
necesario
final, lugar del júbilo.
El
eco de este ardor palpitante resuena
en
las entrañas y por un momento
me
hace olvidar esta enojosa herencia:
la
arbitraria expulsión del paraíso
que
pesa todavía en la conciencia
como
un lastre de plomo
cuando
asoma por la ventana un rayo
de
sol que invita a disolverse en él,
a
esclarecerse.
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