Juré
que no lo haría. No recuerdo su nombre. Consideré poco elegante recibir
compensaciones a cambio. Me sedujeron sus formas y las marcas de sus prendas,
la inclinación sobre el burladero de la barra, el plomo de sus ojos ebrios de
seguridad clavados en mis manos temblorosas mientras escanciaba el ámbar.
Hará
cuarenta años. Ahora yo soy el ave carroñera a este lado del burladero.
Incumplí mi juramento a los cincuenta. A esa edad se te otorga el don de
autocompadecerte, la maquinaria comienza a resentirse y se adquiere el derecho
de tener un copero en nómina. Aunque ahora las copas me las pongo yo, en este
lago de redes que son hambre y alimento, como el martirio de Tántalo, que me
roba al copero en cada respuesta.
Los
años animalizan. También el dinero, pero sobre todo los años. El poder que la
cuenta regresiva otorga no entiende de escrúpulos. Las delicadezas se recubren
de plumaje. Y donde antes hubo suplicante timidez ahora solo quedan garras,
rapacidad y prisas. Los cuerpos sustituyen a los lugares, la juventud ajena es
la nueva opulencia.
Me
despojo de las máscaras y me acuesto con miedo. No hay estrígilo que limpie la
sensación de esa noche. Noto el aliento pestilente de aquel primer hombre y
antes de caer dormido entiendo que es mi propio aliento.
AUTOR: Dimas Prychyslyy
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