sábado, 10 de julio de 2021

LA CASA DEL CALLEJÓN.

 

 —Pídeme lo que quieras menos eso. Volveré esta noche a las once…
 
Leandro termina de abotonarse la segunda chaqueta y sale de la casa del callejón después de mirar a ambos lados.
 
“¡Colita, colita!”, le gritan a coro al pasar por la plaza una noche cualquiera del invierno de 1959.
 
Su gesto retraído actúa como mecha que prende de boca en boca. Allí están los de siempre que, envalentonados y espoleados por el alcohol, se azuzan y se encubren entre ellos. Se divierten como si de un juego más se tratara. Algunos mirones se callan y otros lo celebran divertidos.
 
“Tampoco es para tanto”, dicen si la mujer del bar sale en su defensa.
 
A sus 67 años ya no se defiende, ha acabado por resignarse, se lamenta cabizbajo y huye abochornado acelerando el paso. Se apresura a refugiarse en su casa del eco que le persigue desde la plaza: “¡Colita, colitaaa…!”, y agita las manos como espantando a molestos moscardones. Enciende un cigarrillo que apura hasta la boquilla y a pesar de las frotaduras con jabón no consigue eliminar el rastro amarillento impreso en las uñas.
 
“Se va haciendo viejo y no anda bien de salud”, piensa mientras se detiene delante del espejo, pero su coquetería se mantiene incólume y se sigue avergonzando de su complexión esmirriada. Para disimular la delgadez se pone varias camisetas debajo de la camisa planchada que luce sobre su torso escuálido, falsamente abultado por escondidas capas de algodón. El pelo negro, cada año más canoso, le cae en una sola capa ondulada a la altura de la nuca y se lo peina hacia atrás despejando la frente macilenta; se lo corta él mismo, cuidando mucho de no desviarse de la altura exacta y concienzudamente estudiada, para sacar el mejor partido a las facciones mustias, a las mejillas descolgadas, a los ojos que engañan pretendiendo brillar levemente por el efecto placebo del pañuelo vistoso, colocado estratégicamente en el cuello.
 
La tos, este año, ha ido escarbando y, allí en lo hondo, le raspa y no le deja descansar. Escupe flemas como ellos escupen ofensas y le salen por la boca como espinas desprendidas del pecho.
 
Cuando estuvo enfermo la última vez, algunos le llevaron un plato caliente. José María, no se atrevió. Nunca pasa el umbral de la casa donde imagina a Leandro insomne y febril en el camastro. El viento que mueve las murmuraciones le desvía los pasos cuando los encamina hacia la casa de la plaza.
 
“Ya se encontrarán en la suya cuando mejore”, piensa, mirando el frío que atraviesa las calles. Se encontrarán cuando las heladas de enero dejen de amenazar con sus filos desde los aleros de los tejados. Y se imagina que entonces, cuando mejore Leandro, la barrera del callejón los protegerá de las burlas y de las miradas que le dedican los más acérrimos seguidores de la sotana negra que en el sermón del domingo condena al fuego eterno a los pecadores.
 
Leandro hace tiempo que no traspasa la puerta de la iglesia. Recuerda a las mujeres enlutadas, arrodilladas sobre los bancos como cuervos replegados y el aleteo de sus murmullos le tuerce la voluntad. Le reza a una imagen diminuta de la virgen de Fátima que se ilumina como una luciérnaga en la oscuridad de su dormitorio, irradiando una luz fantasmagórica de aguamarina traslúcida, que recuerda a algo mortuorio y que a un niño le sobrecogería con temor, pero él con su más de medio siglo de orfandad, se sumerge cada noche en una ensoñación donde se imagina bajo el amparo de aquella madrecita fosforescente.
 
Es medianoche, desde la ventana vislumbra la masa negra de los castaños que se amontonan en la ladera y el cielo, más arriba, se le aparece moteado por miles de diminutos erizos incandescentes que parecen pincharle con cada tosido. La escarcha se va apretando en la superficie de las calles vacías y la luna arranca destellos a las juntas heladas del empedrado. Tiene algo de fiebre, pero decide ir de todos modos, como si cada golpe de tos fuera un aviso del tiempo que apremia.  Esta vez volverá antes de que amanezca, bajo el amparo de la luna, clareada como un fantasma.
 
Delante del espejo, se retoca el pelo sin brillo, se pelea con la onda rebelde domándola con colonia y después de colocarse el pañuelo —verde esta noche— se pone una chaqueta encima de otra, e impulsado por un hálito de energía ante el encuentro inminente, sale cauteloso atravesando con ansiedad los quince minutos que le separan de la casa del callejón.
 
—Soy yo, abre.
 
Y sin quitarse las chaquetas le coge las manos y se las lleva a los labios.
 
—No te preocupes, no me ha visto nadie. Sí, sí, estoy mejor.
 
Y tirita debajo de la ropa.
 
José María lo abraza como un penitente que pretendiera expiar algún remordimiento y Leandro siente que su calor le va traspasando de suspiro en suspiro, de camiseta en camiseta y se figura que le espanta los males con más fuerza que los medicamentos.
 
Las horas redondas, enmarcadas en el despertador sobre la mesilla, pasan veloces. El ojo cómplice los vigila sin juzgarlos y les avisa, antes del amanecer, del fin de la tregua. Y como una cenicienta aplicada, Leandro se apresura para preservar el hechizo.
 
Al despedirse vuelve el arañazo de la tos y siente su pecho quebradizo aprisionado dulcemente por unos brazos solidarios que parecen querer compartir con él su salud.
 
—No, no me pidas que no vuelva.
 
Y se gira desde la puerta mirándolo entre convencido y suplicante, con el brillo fraudulento en los ojos por la fiebre que vuelve:
 
—El jueves, a la misma hora…
 
Aquel lunes de fiebre, la sirena de la ambulancia congregó a los curiosos en la puerta de su casa. La mujer del bar lo acompañó al hospital y dos días después regresó junto a su cuerpo apenas insinuado bajo los pliegues de las sábanas, despojado de coqueterías de algodón.
 
—Ya se murió el pobre Leandro.
 
—Era un infeliz.
 
—Si él no le hacía daño a nadie…
 
Decían todos la tarde de su entierro que el viento llevaba y traía el olor del incienso.
 
José María se diluye entre ellos, ocultando su dolor como si fuera un delito o un pecado y lo buscan con los ojos del disimulo morboso mientras van abandonando el cementerio.
 
Se van todos y él se va tras ellos y cuando llega al callejón, antes de pasar el umbral de su casa, las lágrimas se le desbordan por los cristales de las gafas.
 

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