—Pídeme
lo que quieras menos eso. Volveré esta noche a las once…
Leandro
termina de abotonarse la segunda chaqueta y sale de la casa del callejón
después de mirar a ambos lados.
“¡Colita,
colita!”, le gritan a coro al pasar por la plaza una noche cualquiera del
invierno de 1959.
Su
gesto retraído actúa como mecha que prende de boca en boca. Allí están los de
siempre que, envalentonados y espoleados por el alcohol, se azuzan y se
encubren entre ellos. Se divierten como si de un juego más se tratara. Algunos
mirones se callan y otros lo celebran divertidos.
“Tampoco
es para tanto”, dicen si la mujer del bar sale en su defensa.
A
sus 67 años ya no se defiende, ha acabado por resignarse, se lamenta cabizbajo
y huye abochornado acelerando el paso. Se apresura a refugiarse en su casa del
eco que le persigue desde la plaza: “¡Colita, colitaaa…!”, y agita las manos
como espantando a molestos moscardones. Enciende un cigarrillo que apura hasta
la boquilla y a pesar de las frotaduras con jabón no consigue eliminar el
rastro amarillento impreso en las uñas.
“Se
va haciendo viejo y no anda bien de salud”, piensa mientras se detiene delante
del espejo, pero su coquetería se mantiene incólume y se sigue avergonzando de
su complexión esmirriada. Para disimular la delgadez se pone varias camisetas
debajo de la camisa planchada que luce sobre su torso escuálido, falsamente
abultado por escondidas capas de algodón. El pelo negro, cada año más canoso,
le cae en una sola capa ondulada a la altura de la nuca y se lo peina hacia
atrás despejando la frente macilenta; se lo corta él mismo, cuidando mucho de
no desviarse de la altura exacta y concienzudamente estudiada, para sacar el
mejor partido a las facciones mustias, a las mejillas descolgadas, a los ojos
que engañan pretendiendo brillar levemente por el efecto placebo del pañuelo
vistoso, colocado estratégicamente en el cuello.
La
tos, este año, ha ido escarbando y, allí en lo hondo, le raspa y no le deja
descansar. Escupe flemas como ellos escupen ofensas y le salen por la boca como
espinas desprendidas del pecho.
Cuando
estuvo enfermo la última vez, algunos le llevaron un plato caliente. José
María, no se atrevió. Nunca pasa el umbral de la casa donde imagina a Leandro
insomne y febril en el camastro. El viento que mueve las murmuraciones le
desvía los pasos cuando los encamina hacia la casa de la plaza.
“Ya
se encontrarán en la suya cuando mejore”, piensa, mirando el frío que atraviesa
las calles. Se encontrarán cuando las heladas de enero dejen de amenazar con
sus filos desde los aleros de los tejados. Y se imagina que entonces, cuando
mejore Leandro, la barrera del callejón los protegerá de las burlas y de las
miradas que le dedican los más acérrimos seguidores de la sotana negra que en
el sermón del domingo condena al fuego eterno a los pecadores.
Leandro
hace tiempo que no traspasa la puerta de la iglesia. Recuerda a las mujeres
enlutadas, arrodilladas sobre los bancos como cuervos replegados y el aleteo de
sus murmullos le tuerce la voluntad. Le reza a una imagen diminuta de la virgen
de Fátima que se ilumina como una luciérnaga en la oscuridad de su dormitorio,
irradiando una luz fantasmagórica de aguamarina traslúcida, que recuerda a algo
mortuorio y que a un niño le sobrecogería con temor, pero él con su más de medio
siglo de orfandad, se sumerge cada noche en una ensoñación donde se imagina
bajo el amparo de aquella madrecita fosforescente.
Es
medianoche, desde la ventana vislumbra la masa negra de los castaños que se
amontonan en la ladera y el cielo, más arriba, se le aparece moteado por miles
de diminutos erizos incandescentes que parecen pincharle con cada tosido. La
escarcha se va apretando en la superficie de las calles vacías y la luna
arranca destellos a las juntas heladas del empedrado. Tiene algo de fiebre,
pero decide ir de todos modos, como si cada golpe de tos fuera un aviso del
tiempo que apremia. Esta vez volverá
antes de que amanezca, bajo el amparo de la luna, clareada como un fantasma.
Delante
del espejo, se retoca el pelo sin brillo, se pelea con la onda rebelde
domándola con colonia y después de colocarse el pañuelo —verde esta noche— se
pone una chaqueta encima de otra, e impulsado por un hálito de energía ante el
encuentro inminente, sale cauteloso atravesando con ansiedad los quince minutos
que le separan de la casa del callejón.
—Soy
yo, abre.
Y sin quitarse las chaquetas le coge las manos
y se las lleva a los labios.
—No
te preocupes, no me ha visto nadie. Sí, sí, estoy mejor.
Y
tirita debajo de la ropa.
José
María lo abraza como un penitente que pretendiera expiar algún remordimiento y
Leandro siente que su calor le va traspasando de suspiro en suspiro, de
camiseta en camiseta y se figura que le espanta los males con más fuerza que
los medicamentos.
Las
horas redondas, enmarcadas en el despertador sobre la mesilla, pasan veloces.
El ojo cómplice los vigila sin juzgarlos y les avisa, antes del amanecer, del
fin de la tregua. Y como una cenicienta aplicada, Leandro se apresura para
preservar el hechizo.
Al
despedirse vuelve el arañazo de la tos y siente su pecho quebradizo aprisionado
dulcemente por unos brazos solidarios que parecen querer compartir con él su
salud.
—No,
no me pidas que no vuelva.
Y
se gira desde la puerta mirándolo entre convencido y suplicante, con el brillo
fraudulento en los ojos por la fiebre que vuelve:
—El
jueves, a la misma hora…
Aquel
lunes de fiebre, la sirena de la ambulancia congregó a los curiosos en la
puerta de su casa. La mujer del bar lo acompañó al hospital y dos días después
regresó junto a su cuerpo apenas insinuado bajo los pliegues de las sábanas,
despojado de coqueterías de algodón.
—Ya
se murió el pobre Leandro.
—Era
un infeliz.
—Si
él no le hacía daño a nadie…
Decían
todos la tarde de su entierro que el viento llevaba y traía el olor del incienso.
José
María se diluye entre ellos, ocultando su dolor como si fuera un delito o un
pecado y lo buscan con los ojos del disimulo morboso mientras van abandonando
el cementerio.
Se
van todos y él se va tras ellos y cuando llega al callejón, antes de pasar el
umbral de su casa, las lágrimas se le desbordan por los cristales de las gafas.
AUTOR: Celestina Espejo González.
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