La bailarina ahora está danzando
la
danza del perder cuanto tenía.
Deja
caer todo lo que ella había,
padres
y hermanos, huertos y campiñas,
el
rumor de su río, los caminos,
el
cuento de su hogar, su propio rostro
y
su nombre, y los juegos de su infancia
como
quien deja todo lo que tuvo
caer
de cuello y de seno y de alma.
En el filo del día y el solsticio
baila
riendo su cabal despojo.
Lo
que avientan sus brazos es el mundo
que
ama y detesta, que sonríe y mata,
la
tierra puesta a vendimia de sangre,
la
noche de los hartos que ni duermen
y
la dentera del que no ha posada.
Sin nombre, raza ni credo, desnuda
de
todo y de sí misma, da su entrega,
hermosa
y pura, de pies voladores.
Sacudida
como árbol y en el centro
de
la tornada, vuelta testimonio.
No está danzando el vuelo de albatroses
salpicados
de sal y juegos de olas;
tampoco
el alzamiento y la derrota
de
los cañaverales fustigados.
Tampoco
el viento agitador de velas,
ni
la sonrisa de las altas hierbas.
El nombre no le den de su bautismo.
Se
soltó de su casta y de su carne
sumió
la canturia de su sangre
y
la balada de su adolescencia.
Sin saberlo le echamos nuestras vidas
como
una roja veste envenenada
y
baila así mordida de serpientes
que
alácritas y libres le repechan
y
la dejan caer en estandarte
vencido
o en guirnalda hecha pedazos.
Sonámbula, mudada en lo que odia,
sigue
danzando sin saberse ajena
sus
muecas aventando y recogiendo
jadeadora
de nuestro jadeo,
cortando
el aire que no la refresca
única
y torbellino, vil y pura.
Somos nosotros su jadeado pecho,
su
palidez exangüe, el loco grito
tirado
hacia el poniente y el levante
la
roja calentura de sus venas,
el
olvido del Dios de sus infancias.
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