Fuime
cierta vez entre callejuelas, sobre el afilado
declive
de los pequeños puentes, pasada la herrería
y
oí el estruendo del yunque y el hierro,
y
vi las chispas emanando en la crepuscular fragua,
y
fuera hombres a caballo, murmurando.
Así
me introduje a través de Inglaterra en abril, húmeda
y
verde con sus exuberantes extensiones entre los sauces,
borboteando
cerezas en los bosques, y pálida
con
nubes de prendas femeninas por los setos,
hasta
que llegué a una salida y abandoné el camino
pues
los amables campos me tentaban junto a las granjas,
vagando
por los campos bordador, cada uno
tan
semejante a su prójimo, yendo a través de los claros,
pasando
el manso ganado hasta las rodillas inmerso en el arroyo.
Y
vagué somnolienta mientras los prados se adormecían
bajo
el pálido y ancho cielo y las lentas nubes.
Y
entonces alcancé un campo donde el primaveral césped,
era
apagado por las copas colgantes de Blas azafranadas,
hinchadas
y de apariencia lejana, flores de serpiente
con
bufandas y un monótono púrpura, como muchachas egipcias,
acampando
entre los tojos, manchando la basura
con
colores peregrinos, malhumoradas, oscuras y exóticas,
peligrosas
también, como cuando una chica furtiva se aproxima,
una
muchacha egipcia, con antiguo y embriagador hechizo,
lanzando
una red, suave alrededor de los miembros y el corazón,
captividad
tersa y aborrecible, una red de malla pequeña,
—mira
la cuadriculada red sobre la morada piel de la flor—
atrapando
a su presa con sus morenos brazos desnudos.
Cerca
de sus diminutos pechos bajo la seda,
una
Judith gitana, bruja de una tienda raída,
y
me alejé de los campos ingleses de lilas azafranadas
antes
de que fuese demasiado tarde, antes de que olvidase
las
cerezas blancas en el bosque, y las cuajadas nubes
y
las avefrías gritando libres sobre el arado.
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