-Vicente Aleixandre-
Mía
eres. Pero otro
es
aparentemente tu dueño. Por eso,
cuando
digo tu nombre,
algo
oculto se agita en mi alma.
Tu
nombre suave, apenas pasado delicadamente por mi labio.
Pasa,
se detiene, en el borde un instante se queda,
y
luego vuela ligero, ¿quién lo creyera?: hecho puro sonido.
Me
duele tu nombre como tu misma dolorosa carne en mis labios.
No
sé si él emerge de mi pecho. Allí estaba
dormido,
celeste, acaso luminoso. Recorría mi sangre
su
sabido dominio, pero llegaba un instante
en
que pasaba por la secreta yema donde tú residías,
secreto
nombre, nunca sabido, por nadie aprendido,
doradamente
quieto, cubierto solo, sin ruido, por mi leve sangre.
Ella
luego te traía a mis labios. Mi sangre pasaba
con
su luz todavía por mi boca. Y yo entonces estaba hablando con alguien
y
arribaba el momento en que tu nombre con mi sangre pasaba por mi labio.
Un
instante mi labio por virtud de su sangre sabía
a
ti, y se ponía dorado, luminoso: brillaba de tu sabor sin que nadie lo viera.
Oh,
cuán dulce era callar entonces, un momento. Tu nombre,
¿decirlo?
¿Dejarlo que brillara, secreto, revelado a los otros?
Oh,
callarlo, más secretamente que nunca, tenerlo en la boca, sentirlo
continuo,
dulce, lento, sensible sobre la lengua, y luego, cerrando los ojos,
dejarlo
pasar al pecho
de
nuevo, en su paz querida, en la visita callada
que
se alberga, se aposenta y delicadamente se efunde.
Hoy
tu nombre está aquí. No decirlo, no decirlo jamás, como un beso
que nadie daría, como
nadie daría los labios a otro amor sino al suyo.
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