Asistí
durante un otoño a la escuela de la señorita Leocadia, en la aldea, porque mi
salud no andaba bien y el abuelo retrasó mi vuelta a la ciudad. Como era el
tiempo frío y estaban los suelos embarrados y no se veía rastro de muchachos,
me aburría dentro de la casa, y pedí al abuelo asistir a la escuela. El abuelo
consintió, y acudí a aquella casita alargada y blanca de cal, con el tejado
pajizo y requemado por el sol y las nieves, a las afueras del pueblo.
La
señorita Leocadia era alta y gruesa, tenía el carácter más bien áspero y
grandes juanetes en los pies, que la obligaban a andar como quien arrastra
cadenas. Las clases en la escuela, con la lluvia rebotando en el tejado y en
los cristales, con las moscas pegajosas de la tormenta y persiguiéndose
alrededor de la bombilla, tenían su atractivo. Recuerdo especialmente a un
muchacho de unos diez años, hijo de un aparcero muy pobre, llamado Ivo. Era un
muchacho delgado, de ojos azules, que bizqueaba ligeramente al hablar. Todos
los muchachos y muchachas de la escuela admiraban y envidiaban un poco a Ivo,
por el don que poseía de atraer la atención sobre sí, en todo momento. No es
que fuera ni inteligente ni gracioso, y, sin embargo, había algo en él, en su
voz quizás, en las cosas que contaba, que conseguía cautivar a quien le
escuchase. También la señorita Leocadia se dejaba prender de aquella red de
plata que Ivo tendía a cuantos atendían sus enrevesadas conversaciones, y - yo
creo que muchas veces contra su voluntad - la señorita Leocadia le confiaba a
Ivo tareas deseadas por todos, o distinciones que merecían alumnos más
estudiosos y aplicados.
Quizá
lo que más se envidiaba de Ivo era la posesión de la codiciada llave de la
torrecita. Ésta era, en efecto, una pequeña torre situada en un ángulo de la
escuela, en cuyo interior se guardaban los libros de lectura. Allí entraba Ivo
a buscarlos, y allí volvía a dejarlos, al terminar la clase. La señorita
Leocadia se lo encomendó a él, nadie sabía en realidad por qué. Ivo estaba muy
orgulloso de esta distinción, y por nada del mundo la hubiera cedido. Un día,
Mateo Heredia, el más aplicado y estudioso de la escuela, pidió encargarse de
la tarea - a todos nos fascinaba el misterioso interior de la torrecita, donde
no entramos nunca -, y la señorita Leocadia pareció acceder. Pero Ivo se
levantó, y acercándose a la maestra empezó a hablarle en su voz baja,
bizqueando los ojos y moviendo mucho las manos, como tenía por costumbre. La
maestra dudo un poco, y al fin dijo: - Quede todo como estaba. Que siga
encargándose Ivo de la torrecita. A la salida de la escuela le pregunté:
-
¿Qué le has dicho a la maestra? - Ivo me miró de través y vi relampaguear sus
ojos azules.
-
Le hablé del árbol de oro. - Sentí una gran curiosidad.
-
¿Qué árbol?
Hacia
frio y el camino estaba húmedo, con grandes charcos que brillaban al sol pálido
de la tarde. Ivo empezó a chapotear en ellos, sonriendo con misterio.
-
Si no se lo cuentas a nadie...
-
Te lo juro, qué a nadie se lo diré.
Entonces
Ivo me explicó: - Veo un árbol de oro. Un árbol completamente de oro: ramas,
tronco, hojas... ¿sabes? Las hojas no se caen nunca. En verano, en invierno,
siempre. Resplandece mucho; tanto, qué tengo qué cerrar los ojos para que no me
duelan.
-
¡Qué embustero eres! -dije, aunque con algo de zozobra. Ivo me miró con
desprecio.
-
No te lo creas - contestó. Me es completamente igual que te lo creas o no...
¡Nadie entrará nunca en la torrecita, y a nadie dejaré ver mi árbol de oro! ¡Es
mío! La señorita Leocadia lo sabe, y no se atreve a darle la llave a Mateo
Heredia, ni a nadie... ¡Mientras yo viva, nadie podrá entrar allí y ver mi
árbol!
Lo
dijo de tal forma que no pude evitar preguntarle: - ¿Y cómo lo ves...?
-
Ah, no es fácil - dijo, con aire misterioso. - Cualquiera no podría verlo. Yo
sé la rendija exacta.-
- ¿Rendija.?
-
Sí, una rendija de la pared. Una que hay corriendo el cajón de la derecha: me
agacho y me paso horas... ¡Cómo brilla el árbol! ¡Cómo brilla! Fíjate qué si
algún pájaro se le pone encima también se vuelve de oro. Eso me digo yo: si me
subiera a una rama, ¿me volvería acaso de oro también?
No
supe qué decirle, pero, desde aquel momento, mi deseo de ver el árbol creció de
tal forma qué me desasosegaba. Todos los días, al acabar la clase de lectura,
Ivo se acercaba al cajón de la maestra, sacaba la llave y se dirigía a la
torrecita. Cuando volvía, le preguntaba: - ¿Lo has visto? - Sí - me contestaba.
Y, a veces, explicaba alguna novedad:
-
Le han salido unas flores raras. Mira: así de grandes, como mi mano lo menos, y
con los pétalos alargados Me parece que esa flor es parecida al arzadú.
-
¡La flor del frío! -decía yo, con asombro. ¡Pero el arzadú es encarnado!
-
Muy bien - asentía él, con gesto de paciencia. Pero en mi árbol es oro puro.
Además,
el arzadú crece al borde de los caminos... y no es un árbol.
No
se podía discutir con él. Siempre tenía razón, o por lo menos lo parecía.
Ocurrió
entonces algo qué secretamente yo deseaba; me avergonzaba sentirlo, pero así
era: Ivo enfermó, y la señorita Leocadia encargó a otro la llave de la
torrecita. Primeramente, la disfruto Mateo Heredia. Yo espié su regreso, el
primer día, y le dije: - ¿Has visto un árbol de oro?
-
¿Qué andas graznando? - me contestó de malos modos, porqué no era simpático, y
menos conmigo. Quise dárselo a entender, pero no me hizo caso. Unos días
después, me dijo: - Si me das algo a cambio, te dejo un ratito la llave y vas
durante el recreo. Nadie te verá...
Vacié
mi hucha, y, por fin, conseguí la codiciada llave. Mis manos temblaban de
emoción cuando entré en el cuartito de la torre. Allí estaba el cajón. Lo
aparté y vi brillar la rendija en la oscuridad. Me agaché y miré.
Cuando
la luz dejó de cegarme, mi ojo derecho sólo descubrió una cosa: la seca tierra
de la llanura alargándose hacia el cielo. Nada más. Lo mismo que se veía desde
las ventanas altas. La tierra desnuda y yerma, y nada más que la tierra. Tuve
una gran decepción y la seguridad de que me habían estafado. No sabía cómo ni
de qué manera, pero me habían estafado.
Olvidé
la llave y el árbol de oro. Antes de que llegaran las nieves regresé a la
ciudad. Dos veranos más tarde volví a las montañas. Un día, pasando por el
cementerio - era ya tarde y se anunciaba la noche en el cielo: el sol, como una
bola roja, caía a lo lejos, hacia la carrera terrible y sosegada de la llanura,
- vi algo extraño. De la tierra grasienta y pedregosa, entre las cruces caídas,
nacía un árbol grande y hermoso, con las hojas anchas de oro: encendido y
brillante todo él, cegador. Algo me vino a la memoria, como un sueño, y pensé:
«Es un árbol de oro». Busqué al pie del árbol, y no tardé en dar con una
crucecilla de hierro negro, mohosa por la lluvia. Mientras la enderezaba, leí:
IVO MÁRQUEZ, DE DIEZ AÑOS DE EDAD.
Y
no daba tristeza alguna, sino, tal vez, una extraña y muy grande alegría.
Autor del cuento: Ana María Matute.
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