Mientras
la abuela desgranaba con paciencia los guisantes para la cena, recitaba como un
salmo las pocas verdades que acompañaron mi adolescencia. Apenas tocaban mis
pies al suelo. Yo sentada como ella y sus comadres alrededor de una mesa
camilla en la que se confundían nuestras faldas con el gran tapete de
terciopelo que la cubría y sobre el que se hacían chaquetas, se deshacían
bufandas y se tejían gorros.
-La
niña tiene maneras individuales, Ricarda, le va a costar. No es de las que les
sea fácil aflojar el gesto.
Así
describía la amiga de la abuela mi carácter indisciplinado y anárquico de
pequeña. Me iba a costar encontrar el camino. Se me iban a desdibujar de la
vista los horizontes y a nublar algunos cielos.
-Elisa,
querida, te voy a enseñar a hacer pompones de los de coronar gorros y adornar
bufandas. Mira, se hace así.
Y
la abuela me explica que se cogen dos cartones redondos en los que se hace un
agujero central por el que se pasa la lana hasta que tiene un grueso
determinado. Después se junta un manojo enrollando un hilo y se corta la lana
entre los dos cartones. Como por milagro, aparece una bolita peluda tras el
proceso.
Horas
y horas de pompones rosados, verdosillos y azulados. Aterciopelados unos o de
la aspereza del esparto otros. Mezclados con el olor de caldo y torrezno frito,
de hierbas sanadoras hiladas junto a conjuros y comadreos a la luz de unas
pocas velas. Las palabras de esas mujeres que se reunían una y otra tarde con
la excusa de tejer y que me enseñaron el arte de realizar pompones acompañaron
mi obstinada y testaruda forma de ser niña, de ser creadora e individual, de
sentirme artista en ese mundo que se urdía alrededor de una mesa camilla.
-20
madejas negras, por favor, y 150 pares
de ojos.
Manuel
me había dejado. Sólo llevábamos tres meses saliendo y me abandonó. Fue mi
primer amor, el novio que me acompañó durante tres meses al colegio y que me
llamaba desde la calle con una alegría eterna y -a mis ojos- indestructible.
Manuel, Manuel, a causa de tus insensibles palabras pronunciadas con voz
todavía de niño se inició un abismo de soledad y tristeza en mi adolescencia.
-Eres
muy rara, Elisa. Las historias que te inventas y esa colección de pompones que
haces desde pequeña no son muy normales. Estás loca.
Me
encerré en mi cuarto y salí sólo para comprar el material con el que fabriqué multitud
de pompones negros a los que pegaba ojos que parpadeaban con el movimiento y
que se convirtieron en acompañantes trémulos de mi aventura sin rumbo por la
opaca cotidianidad de mi vida entonces.
Sentía
que era la culpable de algo, marcada con un sello como una lacra. Busqué en las
relaciones de mi juventud la expiación de mi supuesta locura.
¿Por
qué esa sentencia, ese “estás loca, te dejo”,
provocó en mí una sucesión de pasos que me llevaron a un sombrío
callejón hacia el que yo y mis monstruos negros nos dirigíamos sin alternativa?
No recuerdo ningún sonido. No hay olores ligados a mis relaciones de entonces.
Sólo la espesa y pesada bruma sin ritmo de los días y el contrapunto que las
palabras de la abuela aconsejándome paciencia me ofrecían como un faro en la
oscuridad. Sombras que me miraban con sus redondos ojos cuestionaban mi esencia
volviendo oscuro mi gesto y triste mi vida.
La
abuela murió y me quedé sin su apoyo.
Ahora,
unos años después, puedo entender por qué las palabras determinaron mi
experiencia. Lo miro todo con los ojos de la sabiduría legada por mi querida
abuela y me siento independiente de reglas, creadora de un mundo a mi medida.
Tú,
mi indomable y vital Frank, llegaste entonces como llegaban los caldos a mi
estómago de niña, calientes y confortadores.
Salí
de casa, dejando atrás -o eso creía- los monstruos peludos con ojos que se
agolpaban en mi habitación. Me obligué a tomar el camino que llevaba a la
playa. Dos noches sin dormir ni comer sólo me permitían arrastrarme. Me
desplomé en la arena.
Vinieron
a mi ensoñamiento incontables pompones negros que me ahogaban y apenas me
permitían notar el sol. En amarga procesión se agolpaban peleándose por un
lugar en mi cuerpo. Me faltaban las ganas, el calor, el aliento. Loca, loca.
El
crepitar de unos pasos en la arena y un ligero olor a comida confundido con el
viento ancló mi deseo de seguir despierta. Oí, en un susurro, tus palabras.
-¿Te
encuentras bien?
Al
instante, como por hechizo, se despegaron todos los monstruitos de mi cuerpo y
me así a esa débil voz como a un fino hilo para salir de mi estado. Niña de
nuevo, frágil y niña, por fin. Loca y niña.
Compartimos
tarde y pena, querido Franck, junto a algo de la sopa de letras que traías en
tu termo.
-Me has conocido en un momento extraño de mi
vida.
Me
comunicabas así tu debilidad y confusión y ello significaba la posibilidad de
otra historia en mi mundo. Entendí cómo lo extraño se asocia a la locura y que
eso asusta. Cuestionábamos la visión única y abríamos camino a los locos, como
yo, como tú.
Esa
tarde, empezamos a tejer juntos una nueva versión más amable de nuestras vidas.
Soy
artista, la obstinada creadora desde la cuna, la porosa a lo sensible de la
vida, sea cual sea el matiz que ésta ofrezca.
Ahora,
mis creaciones son más alegres y luminosas y en ellas nunca faltan coloreados
pompones que pinto o integro en mis tejidos. Algunos tienen ojos y son negros
como tizones. En ocasiones, me observan y se mueven, como si fueran espíritus
inquietos vagando por el mundo.
Autor: Rosa Pérez.
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