sábado, 14 de noviembre de 2015

CORAZÓN NEGRO.






Mientras la abuela desgranaba con paciencia los guisantes para la cena, recitaba como un salmo las pocas verdades que acompañaron mi adolescencia. Apenas tocaban mis pies al suelo. Yo sentada como ella y sus comadres alrededor de una mesa camilla en la que se confundían nuestras faldas con el gran tapete de terciopelo que la cubría y sobre el que se hacían chaquetas, se deshacían bufandas y se tejían gorros.

-La niña tiene maneras individuales, Ricarda, le va a costar. No es de las que les sea fácil aflojar el gesto.

Así describía la amiga de la abuela mi carácter indisciplinado y anárquico de pequeña. Me iba a costar encontrar el camino. Se me iban a desdibujar de la vista los horizontes y a nublar algunos cielos.

-Elisa, querida, te voy a enseñar a hacer pompones de los de coronar gorros y adornar bufandas. Mira, se hace así.

Y la abuela me explica que se cogen dos cartones redondos en los que se hace un agujero central por el que se pasa la lana hasta que tiene un grueso determinado. Después se junta un manojo enrollando un hilo y se corta la lana entre los dos cartones. Como por milagro, aparece una bolita peluda tras el proceso.

Horas y horas de pompones rosados, verdosillos y azulados. Aterciopelados unos o de la aspereza del esparto otros. Mezclados con el olor de caldo y torrezno frito, de hierbas sanadoras hiladas junto a conjuros y comadreos a la luz de unas pocas velas. Las palabras de esas mujeres que se reunían una y otra tarde con la excusa de tejer y que me enseñaron el arte de realizar pompones acompañaron mi obstinada y testaruda forma de ser niña, de ser creadora e individual, de sentirme artista en ese mundo que se urdía alrededor de una mesa camilla.

-20 madejas negras, por favor,  y 150 pares de ojos.

Manuel me había dejado. Sólo llevábamos tres meses saliendo y me abandonó. Fue mi primer amor, el novio que me acompañó durante tres meses al colegio y que me llamaba desde la calle con una alegría eterna y -a mis ojos- indestructible. Manuel, Manuel, a causa de tus insensibles palabras pronunciadas con voz todavía de niño se inició un abismo de soledad y tristeza en mi adolescencia.

-Eres muy rara, Elisa. Las historias que te inventas y esa colección de pompones que haces desde pequeña no son muy normales. Estás loca.

Me encerré en mi cuarto y salí sólo para comprar el material con el que fabriqué multitud de pompones negros a los que pegaba ojos que parpadeaban con el movimiento y que se convirtieron en acompañantes trémulos de mi aventura sin rumbo por la opaca cotidianidad de mi vida entonces.
Sentía que era la culpable de algo, marcada con un sello como una lacra. Busqué en las relaciones de mi juventud la expiación de mi supuesta locura.
¿Por qué esa sentencia, ese “estás loca, te dejo”,  provocó en mí una sucesión de pasos que me llevaron a un sombrío callejón hacia el que yo y mis monstruos negros nos dirigíamos sin alternativa? No recuerdo ningún sonido. No hay olores ligados a mis relaciones de entonces. Sólo la espesa y pesada bruma sin ritmo de los días y el contrapunto que las palabras de la abuela aconsejándome paciencia me ofrecían como un faro en la oscuridad. Sombras que me miraban con sus redondos ojos cuestionaban mi esencia volviendo oscuro mi gesto y triste mi vida.

La abuela murió y me quedé sin su apoyo.

Ahora, unos años después, puedo entender por qué las palabras determinaron mi experiencia. Lo miro todo con los ojos de la sabiduría legada por mi querida abuela y me siento independiente de reglas, creadora de un mundo a mi medida.
Tú, mi indomable y vital Frank, llegaste entonces como llegaban los caldos a mi estómago de niña, calientes y confortadores.

Salí de casa, dejando atrás -o eso creía- los monstruos peludos con ojos que se agolpaban en mi habitación. Me obligué a tomar el camino que llevaba a la playa. Dos noches sin dormir ni comer sólo me permitían arrastrarme. Me desplomé en la arena.
Vinieron a mi ensoñamiento incontables pompones negros que me ahogaban y apenas me permitían notar el sol. En amarga procesión se agolpaban peleándose por un lugar en mi cuerpo. Me faltaban las ganas, el calor, el aliento. Loca, loca.
El crepitar de unos pasos en la arena y un ligero olor a comida confundido con el viento ancló mi deseo de seguir despierta. Oí, en un susurro, tus palabras.

-¿Te encuentras bien?

Al instante, como por hechizo, se despegaron todos los monstruitos de mi cuerpo y me así a esa débil voz como a un fino hilo para salir de mi estado. Niña de nuevo, frágil y niña, por fin. Loca y niña.
Compartimos tarde y pena, querido Franck, junto a algo de la sopa de letras que traías en tu termo.

 -Me has conocido en un momento extraño de mi vida.

Me comunicabas así tu debilidad y confusión y ello significaba la posibilidad de otra historia en mi mundo. Entendí cómo lo extraño se asocia a la locura y que eso asusta. Cuestionábamos la visión única y abríamos camino a los locos, como yo, como tú.
Esa tarde, empezamos a tejer juntos una nueva versión más amable de nuestras vidas.

Soy artista, la obstinada creadora desde la cuna, la porosa a lo sensible de la vida, sea cual sea el matiz que ésta ofrezca.
Ahora, mis creaciones son más alegres y luminosas y en ellas nunca faltan coloreados pompones que pinto o integro en mis tejidos. Algunos tienen ojos y son negros como tizones. En ocasiones, me observan y se mueven, como si fueran espíritus inquietos vagando por el mundo.

Autor: Rosa Pérez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario