Cuando
todo huele a pólvora, el café
del
desayuno, las plantas del jardín,
la
alfombra donde pongo los pies cada mañana,
el
mes de marzo, el sueño entrecortado
de
las madres en el refugio oscuro,
busco
entre los rescoldos un resquicio
de
luz, el calor de una palabra que nos salve.
El
esfuerzo es inútil: no quedan en el libro
sílabas
con aliento, ni siquiera rescoldos.
Si
acaso, con las luces que estallan irreales,
signos
indescifrables en la noche cerrada.
Entrego
a los que lloran una lágrima seca.
Asisto
junto a ellos al enésimo entierro
de
la vida. Con el humo en los ojos
y
el corazón enfermo de tristeza.
Han
huido los pájaros del cielo de Bagdad.
Ni
siquiera el silencio me consuela. Está muerto.
No
existe.
También
ha sucumbido al bombardeo.
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