¿Qué
va a ser de nosotros sin el pobre
nuestro
de cada día. Ese
pobre
de los de antes que llamaba
con
su estampa a tu puerta en nochebuena
y
te besaba el dedo con que lo santiguabas
o
se bebía el consuelo de su propia saliva
y
se arropaba con su indignidad?
¿Qué
va a ser de nosotros si los pobres
renuncian
a su mansa pobreza y caen presos
de
su propia codicia en la asechanza
de
la prosperidad?
Pobres
de ahora, apenas sin condición, perdidos,
que
acuden disfrazados de ricos a las bodas.
Pobres
sin remisión,
que
aborrecen un cielo que no sea el de plasma.
Pobres
a plazos. Pobres de por ciento.
Pobres
a saldo, en fin, que se encarecen
como
los pavos por la navidad.
Ah,
yo no.
Yo
aborrezco estos pobres de franquicia,
de
granja todos, de fiesta sin guardar.
Prefiero
los de antes, los de toda la vida.
Aquellos
que se ahorcaban en invierno
con
las largas bufandas de colores,
que
tricotábamos las damas
de
la Antigua y Real y Santa Caridad.
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