Me
instalo frente a ti, miro tus ojos
y
vigilo el espacio donde tu voz me busca.
Me
estremece el dolor del encuentro imprevisto,
la
sed con que te acercas al borde de mi sombra,
el
hueco que descubres en la luz de mi espejo.
La
soledad me arropa. Sólo en la noche existo.
Y
nunca me detengo sobre el mismo minuto
en
el que tú te apoyas para seguir llamándome.
Suéñame
de otro modo. Sacude el saco triste
del
idioma heredado. Cuéntale a las palabras
las
historias oscuras que sólo tú conoces;
diles
cómo te asusta mi presencia y mi odio,
cuánta
muerte te cuesta acariciar mi huida.
A
veces, en el centro mismo de tu pregunta,
me
reconozco y corro hacia otra oscuridad:
es
amargo encontrar al final de un abrazo
mi
propio grito erguido y mi propio deseo.
Por
eso me divido, me desdoblo y me hundo
en
heridas distintas: me da miedo encontrarte.
Tu
sonido es el mío. Tu tristeza, tus ropas
saben
a mí, y me escuece el recuerdo adherido
al
tiempo conciliado, al tiempo único
en
que la conjunción habitó nuestras sangres.
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