Que
mi cuerpo sería un pastiche de agonías y placeres
declinados
ya lo sabía mi madre mucho antes de que
yo
fuera concebida.
En
virtud de un principio económico que los hombres
desconocen,
las madres lo saben todo y lo callan,
portando
en su silencio en germen moléculas del desastre.
Apostadas
ante las puertas, las madres rugen sus des-
gracias
peregrinas. Prenden una hoguera con los restos
de
las almas morosas de ,os hijos, con los nervios
que
se tuercen como cables serrados y no ensamblan
ya
la vida a la vida, sino a un adverbio roto que acompaña
a
un verbo en fuga. Los hijos se van lejos, se van
deprisa,
se van mal, se van detrás, se van tarde, se van
tanto;
se van, tal vez, a un jardín de tallos altos y achatados
por
la lluvia, bajo un cielo que rebaña husos de
nubes
en forma de diablo.
Las
madres aman en los hijos lo que hay de ellas en su
piel
elástica, lo que se dibuja como un margen entre
las
membranas de sus dedos. Como el camafeo que se
abre
en dos y muestra el retrato de un muerto, como
una
muñeca risa de incontables cavidades, como
alguien
que pide la herencia de una sangre fútil, las
madres
llaman a la carne su destino.
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