Había
una vez una aldea en algún lugar, ni mayor ni menor, con viejos y viejas que
viejaban, hombres y mujeres que esperaban, y chicos y chicas que nacían y
crecían.
Todos
con juicio suficiente, menos —por el momento— una niñita.
Un
día, ella salió de la aldea con una cinta verde imaginada en el cabello.
Su
madre la mandaba con una cesta y un frasco, a ver a la abuela —que la amaba— a
otra aldea vecina casi igualita.
Cinta
Verde partió, enseguida, ella la linda, todo érase una vez. El frasco contenía
un dulce en almíbar y la cesta estaba vacía, para llenarla con frambuesas.
De
ahí que, al atravesar el bosque, vio solo los leñadores, que por allá leñaban;
pero ningún lobo, desconocido ni peludo. Pues los leñadores habían exterminado
al lobo.
Entonces,
ella misma se decía:
—Voy
a ver a abuelita, con cesta y frasco, y cinta verde en el cabello, como mandó
mamita.
La
aldea y la casa esperándola allá, después de aquel molino, que la gente piensa
que ve, y de las horas, que la gente no ve que no son.
Y
ella misma resolvió escoger tomar ese camino de acá, loco y largo, y no el
otro, corto. Salió, detrás de sus alas ligeras, su sombra también le venía
corriendo detrás.
Se
divertía con ver que las avellanas del suelo no volaran, con no alcanzar esas
mariposas nunca, ni en buquet ni en pimpollo, y con ignorar si las flores
—plebeyitas y princesitas a la vez— estaban cada una en su lugar al pasar a su
lado.
Venía
soberanamente.
Tardó,
para dar con la abuela en casa, que así le respondió, cuando ella, toc, toc,
golpeó:
—
¿Quién es?
—Soy
yo… —y Cinta Verde descansó la voz—. Soy su linda nietita, con cesta y frasco,
con la cinta verde en el cabello, que la mamita me mandó.
Ahí,
con dificultad, la abuela dijo:
—Empuja
el cerrojo de madera de la puerta, entra y abre. Dios te bendiga.
Cinta
Verde así lo hizo y entró y miró.
La
abuela estaba en la cama, triste y sola. Por su modo de hablar tartamudo y
débil y ronco, debía haber agarrado una mala enfermedad. Diciendo:
—Deja
el frasco y la cesta en el arcón y ven cerca de mí, mientras hay tiempo.
Pero
ahora Cinta Verde se espantaba, más allá de entristecerse al ver que había
perdido en el camino su gran cinta verde atada en el cabello; y estaba sudada,
con mucha hambre de almuerzo. Ella preguntó:
—Abuelita,
¡qué brazos tan flacos los suyos, y qué manos temblorosas!
—Es
porque no voy a poder nunca más abrazarte, mi nieta… —la abuela murmuró.
—Abuelita,
pero qué labios tan violáceos.
—Es
porque nunca más voy a poderte besar, mi nieta… —la abuela suspiró.
—Abuelita,
y qué ojos tan profundos y quietos en este rostro ahuecado y pálido.
—Es
porque ya no te estoy viendo, nunca más, mi nietita… —la abuela aún gimió.
Cinta
Verde se asustó más, como si fuese a tener juicio por primera vez. Gritó:
—
¡Abuelita, tengo miedo del Lobo!
Pero
la abuela no estaba más allá, estaba demasiado ausente, a no ser por su frío,
triste y tan repentino cuerpo.
Readaptación del cuento clásico "CAPERUCITA ROJA".
AUTOR: Joao Guimaraes Rosa.
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