Todos
los días, a las cinco en punto abría la pequeña puerta que daba al costado de
la calle.
Todos los días, a las cinco pasadas encendía el horno y comenzaba su trabajo. La pastelería no abría hasta las ocho treinta, pero el maestro pastelero debía amasar y preparar sus dulces para que estuviesen tibios y humeantes para sus primeros clientes. Se servía un té, que indefectiblemente se enfriaba en el fragor de su tarea, pero que tomaba igual al cabo de unas horas.
Y allí comenzaba
la magia, luego de las cinco, todo era posible.
Una
tosca masa de levadura, se transformaba en un almohadón suave, redondo y tibio.
El chocolate tomaba formas inesperadas. Las medialunas se tomaban de las manos
y hermosamente estibadas, esperaban en forma ordenada a ser introducidas en el
horno, no sin antes darse un tibio baño de almíbar.
Los
muffins eran cobijados por decorados pirotines y abrigados por una crema que
los cubría y que además los vestía de gala con granas de todos colores. Pasadas
las cinco, la magia comenzaba y la soledad ya no se sentía.
El maestro
pastelero no tenía familia, pocos amigos, pero sí muchos clientes.
Era
viudo y no había tenido hijos. Daba entonces a sus cremas, pasteles y panes un
trato que iba mucho más allá de colocarlos en el horno y prepararlos con
dedicación. La pastelería era su vida. La decoraba, la limpiaba y ordenaba.
Pasaba
noches enteras pensando nuevas recetas o alguna innovación en las ya
consagradas. Moños y envoltorios que diesen la terminación que cada pequeña
obra de arte merecía. Cierto día, se dio cuenta que eran las seis y no había
encendido el horno “¡Caramba qué descuido!” pensó, pero al día siguiente notó
que el fino trazo de la manga, ya no era tan exacto y preciso como siempre. A
la semana siguiente, olvidó los muffins en el horno y comenzó a preocuparse.
Pero
no fue hasta una mañana en que se quedó dormido y no abrió la pequeña puerta
que daba al costado de la calle a la cinco en punto, en que se dio cuenta lo
que ocurría. Estaba cansando y se sentía viejo. Su amor por ese negocio que
había convertido en su vida misma, no había mermado en absoluto, pero si sus
fuerzas.
Era hora de
comenzar a delegar.
Era
tiempo de enseñar el oficio a otras manos jóvenes y ágiles que pudieran
continuar con su tarea. No quería, no podía. Dejar sus masas en manos de otra
persona era algo impensado. Permitir que otros ayudasen a que las medialunas se
tomasen de la mano y brillasen como reinas, no era algo que el maestro
pastelero se hubiese planteado jamás.
Pero
el tiempo no consulta nuestra voluntad y muchas veces -no todas- decide por
nosotros. Pensó en cerrar la pastelería, pero aquello era igual a morir en vida
y no estaba dispuesto a morir, no todavía.
Fue
entonces, cuando colocó en la vidriera un cartel que decía “Se necesita
aprendiz”.
No
le gustó como quedaba en medio de los budines y bombones. Le pareció que ese
cartel era un intruso en la intimidad de esa vidriera que sólo él armaba con un
infinito amor. No iba a ser sencillo encontrar al joven que pudiese aprender
todo lo que él sabía, pero más difícil aún, sería encontrar a alguien que le
diese el mismo sentido, la misma dedicación y el mismo amor que él daba a cada
producto manufacturado.
“No
tiene buen pulso”, pensó del primero. “Sus manos son ásperas, no amasará con
delicadeza”, pensó del segundo. “Es ansioso, sacará las cosas del horno antes
de tiempo”, dijo del tercero y con el último muchacho se quedó. No fueron sus
manos, ni su pulso lo que lo hizo tomar la decisión, sino su mirada. El joven
miraba la pastelería con un dejo de éxtasis y fascinación. Observaba los panes
y los bombones como a obras de arte y tomó un muffin con la misma delicadeza
con que se toma a un recién nacido en brazos. “Es él” se dijo.
Pasadas las
cinco del día siguiente comenzó el entrenamiento.
A
las cinco en punto del otro día abrieron juntos la pequeña puerta y a las ocho
treinta levantaron ambos la persiana de ese mundo de levadura y azúcar que
hacía un poco menos dolorosa la vida de muchos.
En
ese pequeño gesto de levantar la persiana junto al joven, el pastelero se dio
cuenta que había sido acertada la decisión de tener un ayudante. No había
querido aceptar, hasta ese día, que ya le costaba mucho levantarla solo. Las
persianas suelen ser como la vida, con los años, se ponen más pesadas o mejor dicho,
se va teniendo menos fuerza y se hace más necesario otras manos que nos ayuden.
El
joven aprendía con una velocidad impresionante y no sólo eso, con el tiempo,
comenzó a crear sus propias recetas.
Sólo unas pocas
correcciones debía hacerle el pastelero muy de vez en cuando.
– Haz repetido grana del mismo color en
este muffin.
– Recuerda que la manga es como ciertas
personas, necesita firmeza para ir derecho por la vida.
– Debes cuidar el baño María, al chocolate
hay que tratarlo con dulzura y tranquilidad, como a las personas irascibles.
Una
mañana el pastelero se quedó muy dormido y salió apresurado de su casa, ya no
podría abrir la pastelería en punto. Llegando a la calle donde estaba su
negocio, el aroma le indicó que el joven había estado a las cinco en punto, que
el horno había sido encendido a las cinco pasadas y que todo había estado en
orden a las ocho treinta cuando la persiana debió haberse levantado. Un té
tibio lo estaba esperando y respiró tranquilo.
El tiempo fue
pasando y el joven se convirtió en un experto.
No
sólo era un buen alumno, sino que tenía eso que hay que tener muy dentro de uno
para que las cosas salgan bien, amor mucho amor y orgullo. El tiempo fue
pasando y el joven dejó de ser tan joven y el maestro pastelero dejó de
sentirse viejo para ser viejo.
Y
como en uno de esos trueques que la vida nos ofrece, los roles se
intercambiaron. Ahora era el muchacho quien corregía con infinito respeto el
pulso tembloroso del maestro, quien recordaba la hora en que el horno debía
prenderse y el tiempo de levado de cada pieza. A las cinco en punto, el muchacho
abría la pequeña puerta del costado de la calle, pasadas las cinco encendía el
horno y ocho y treinta levantaba la persiana y el maestro lo acompañaba en esos
rituales que tan suyos habían sido.
Un día el
maestro enfermó y ya no pudo levantarse.
Ya
no le molestaba morir. Lo que había sido su vida entera, no moriría con él,
había un joven que seguiría dándole sentido a ese mundo que con tanto amor, él
había construido.
Tranquilo
y feliz, como quien deja el más hermoso legado en las manos de un hijo, el
maestro murió.
Y
como el más respetuoso y amoroso de los homenajes, a las cinco en punto del día
siguiente, el joven abrió la pequeña puerta del costado de la calle, pasadas
las cinco encendió el horno y a las ocho y treinta subió la persiana de la pastelería.
Se sirvió un té, que también dejaría enfriar, y comenzó a trabajar.
AUTOR: Liana Castello.
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