viernes, 18 de noviembre de 2022

LA PASTELERÍA.

 

Todos los días, a las cinco en punto abría la pequeña puerta que daba al costado de la calle.

Todos los días, a las cinco pasadas encendía el horno y comenzaba su trabajo. La pastelería no abría hasta las ocho treinta, pero el maestro pastelero debía amasar y preparar sus dulces para que estuviesen tibios y humeantes para sus primeros clientes. Se servía un té, que indefectiblemente se enfriaba en el fragor de su tarea, pero que tomaba igual al cabo de unas horas.

 
Y allí comenzaba la magia, luego de las cinco, todo era posible.
 
Una tosca masa de levadura, se transformaba en un almohadón suave, redondo y tibio. El chocolate tomaba formas inesperadas. Las medialunas se tomaban de las manos y hermosamente estibadas, esperaban en forma ordenada a ser introducidas en el horno, no sin antes darse un tibio baño de almíbar.
 
Los muffins eran cobijados por decorados pirotines y abrigados por una crema que los cubría y que además los vestía de gala con granas de todos colores. Pasadas las cinco, la magia comenzaba y la soledad ya no se sentía.
 
El maestro pastelero no tenía familia, pocos amigos, pero sí muchos clientes.
 
Era viudo y no había tenido hijos. Daba entonces a sus cremas, pasteles y panes un trato que iba mucho más allá de colocarlos en el horno y prepararlos con dedicación. La pastelería era su vida. La decoraba, la limpiaba y ordenaba.
 
Pasaba noches enteras pensando nuevas recetas o alguna innovación en las ya consagradas. Moños y envoltorios que diesen la terminación que cada pequeña obra de arte merecía. Cierto día, se dio cuenta que eran las seis y no había encendido el horno “¡Caramba qué descuido!” pensó, pero al día siguiente notó que el fino trazo de la manga, ya no era tan exacto y preciso como siempre. A la semana siguiente, olvidó los muffins en el horno y comenzó a preocuparse.
 
Pero no fue hasta una mañana en que se quedó dormido y no abrió la pequeña puerta que daba al costado de la calle a la cinco en punto, en que se dio cuenta lo que ocurría. Estaba cansando y se sentía viejo. Su amor por ese negocio que había convertido en su vida misma, no había mermado en absoluto, pero si sus fuerzas.
 
Era hora de comenzar a delegar.
 
Era tiempo de enseñar el oficio a otras manos jóvenes y ágiles que pudieran continuar con su tarea. No quería, no podía. Dejar sus masas en manos de otra persona era algo impensado. Permitir que otros ayudasen a que las medialunas se tomasen de la mano y brillasen como reinas, no era algo que el maestro pastelero se hubiese planteado jamás.
 
Pero el tiempo no consulta nuestra voluntad y muchas veces -no todas- decide por nosotros. Pensó en cerrar la pastelería, pero aquello era igual a morir en vida y no estaba dispuesto a morir, no todavía.
Fue entonces, cuando colocó en la vidriera un cartel que decía “Se necesita aprendiz”.
 
No le gustó como quedaba en medio de los budines y bombones. Le pareció que ese cartel era un intruso en la intimidad de esa vidriera que sólo él armaba con un infinito amor. No iba a ser sencillo encontrar al joven que pudiese aprender todo lo que él sabía, pero más difícil aún, sería encontrar a alguien que le diese el mismo sentido, la misma dedicación y el mismo amor que él daba a cada producto manufacturado.
 
“No tiene buen pulso”, pensó del primero. “Sus manos son ásperas, no amasará con delicadeza”, pensó del segundo. “Es ansioso, sacará las cosas del horno antes de tiempo”, dijo del tercero y con el último muchacho se quedó. No fueron sus manos, ni su pulso lo que lo hizo tomar la decisión, sino su mirada. El joven miraba la pastelería con un dejo de éxtasis y fascinación. Observaba los panes y los bombones como a obras de arte y tomó un muffin con la misma delicadeza con que se toma a un recién nacido en brazos. “Es él” se dijo.
 
Pasadas las cinco del día siguiente comenzó el entrenamiento.
 
A las cinco en punto del otro día abrieron juntos la pequeña puerta y a las ocho treinta levantaron ambos la persiana de ese mundo de levadura y azúcar que hacía un poco menos dolorosa la vida de muchos.
 
En ese pequeño gesto de levantar la persiana junto al joven, el pastelero se dio cuenta que había sido acertada la decisión de tener un ayudante. No había querido aceptar, hasta ese día, que ya le costaba mucho levantarla solo. Las persianas suelen ser como la vida, con los años, se ponen más pesadas o mejor dicho, se va teniendo menos fuerza y se hace más necesario otras manos que nos ayuden.
 
El joven aprendía con una velocidad impresionante y no sólo eso, con el tiempo, comenzó a crear sus propias recetas.
 
Sólo unas pocas correcciones debía hacerle el pastelero muy de vez en cuando.
 
    – Haz repetido grana del mismo color en este muffin.
 
    – Recuerda que la manga es como ciertas personas, necesita firmeza para ir derecho por la vida.
 
    – Debes cuidar el baño María, al chocolate hay que tratarlo con dulzura y tranquilidad, como a las personas irascibles.
 
Una mañana el pastelero se quedó muy dormido y salió apresurado de su casa, ya no podría abrir la pastelería en punto. Llegando a la calle donde estaba su negocio, el aroma le indicó que el joven había estado a las cinco en punto, que el horno había sido encendido a las cinco pasadas y que todo había estado en orden a las ocho treinta cuando la persiana debió haberse levantado. Un té tibio lo estaba esperando y respiró tranquilo.
 
El tiempo fue pasando y el joven se convirtió en un experto.
 
No sólo era un buen alumno, sino que tenía eso que hay que tener muy dentro de uno para que las cosas salgan bien, amor mucho amor y orgullo. El tiempo fue pasando y el joven dejó de ser tan joven y el maestro pastelero dejó de sentirse viejo para ser viejo.
 
Y como en uno de esos trueques que la vida nos ofrece, los roles se intercambiaron. Ahora era el muchacho quien corregía con infinito respeto el pulso tembloroso del maestro, quien recordaba la hora en que el horno debía prenderse y el tiempo de levado de cada pieza. A las cinco en punto, el muchacho abría la pequeña puerta del costado de la calle, pasadas las cinco encendía el horno y ocho y treinta levantaba la persiana y el maestro lo acompañaba en esos rituales que tan suyos habían sido.
 
Un día el maestro enfermó y ya no pudo levantarse.
 
Ya no le molestaba morir. Lo que había sido su vida entera, no moriría con él, había un joven que seguiría dándole sentido a ese mundo que con tanto amor, él había construido.
 
Tranquilo y feliz, como quien deja el más hermoso legado en las manos de un hijo, el maestro murió.
 
Y como el más respetuoso y amoroso de los homenajes, a las cinco en punto del día siguiente, el joven abrió la pequeña puerta del costado de la calle, pasadas las cinco encendió el horno y a las ocho y treinta subió la persiana de la pastelería. Se sirvió un té, que también dejaría enfriar, y comenzó a trabajar.
 

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