Quisiera
esta tarde divina de octubre
pasear
por la orilla lejana del mar;
que
la arena de oro, y las aguas verdes,
y
los cielos puros me vieran pasar.
Ser
alta, soberbia, perfecta, quisiera,
como
una romana, para concordar
con
las grandes olas, y las rocas muertas
y
las anchas playas que ciñen el mar.
Con
el paso lento, y los ojos fríos
y
la boca muda, dejarme llevar;
ver
cómo se rompen las olas azules
contra
los granitos y no parpadear;
ver
cómo las aves rapaces se comen
los
peces pequeños y no despertar;
pensar
que pudieran las frágiles barcas
hundirse
en las aguas y no suspirar;
ver
que se adelanta, la garganta al aire,
el
hombre más bello, no desear amar...
Perder
la mirada, distraídamente,
perderla
y que nunca la vuelva a encontrar:
y,
figura erguida, entre cielo y playa,
sentirme el olvido
perenne del mar.
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