Cuando
yo era un arbusto, el aire
me
soplaba al oído canciones de muy lejos.
Me
rozaba la frente.
Yo
estaba allí, en el bosque, entre padres y abuelos
de
alturas formidables, con sus ramas nudosas
acariciando
el sol, bebiéndolo a hojas llenas.
Una
nube pasaba.
Un
pájaro ponía el corazón en la garganta.
Pasaban
niñas, y reían.
Pasaban
mariposas y eran oro.
De
pronto fui un árbol. Qué verde gravedad
de
savia entre las hojas que, en el aire, temblaban o reían
con
los ojos de un hombre enamorado.
No
muy lejos oí pasos de hierro, gritos,
voces
de pedernal en el filo de un labio.
Y
se alzó el brillo agrio de un hacha en mano fuerte.
La
savia, acostumbrada a vivir en mi adentro,
vio
el sol y desmayó. Yo desmayé, caído.
Me
arrancaron del suelo, me talaron las ramas,
menos
dos, las más grandes. Me quemaron la copa
de
hojas transparentes, hijas del arco iris.
Me
arrastraron a voces hasta un monte pelado.
Había
gente. Olía a sangre, y un perrillo
pasaba
entre las túnicas severas
de
unos hombres hirsutos con ojos imposibles.
Luego,
en lo poco que de mí quedaba,
clavaron
-yerro y sangre-
lo
poco que quedaba de aquel hombre.
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